Jueves 18 de Junio de 2009 Edicion impresa pag. 42 > Cultura y Espectaculos
Adiós a Fernando Peña, el transgresor que se inventó a sí mismo
Sufría de cáncer de hígado y era portador de HIV. El conductor y actor falleció ayer a los 46 años.

Como un dios griego, lo fue todo. O, al menos, lo intentó. Expuso su cuerpo y diseñó el grado de su tortura. Fernando Peña llegó a este mundo para avivar el fuego. Para inducir el estado de shock.

Quiso impresionarnos y, al final, nos dejó un extraño sabor en la boca. Hemos quedado sorprendidos. Y si, tristes también.

Comisario de a bordo. Ninfa atormentada. Actor de comedia berlinesca. Maldito empedernido. Agitador desnudo. Afrodita de barrio malevo. Intelectual sin libreto. Hijo de la jungla de cemento. Relator del sexo en sombras. Dulcinea drogada con paco. Gentil hombre de delicadas actitudes. Hombrón gay. Enfermo terminal. Bestia infinita. Cristo del Río de la Plata vestido de mina y con medias corridas. Deseo de eternidad.

No se calló nunca y por lo mismo a veces dijo más de lo necesario. Cosmopolita educado entre las cabinas de un avión y los oscuros rincones urbanos en los que se comerciaba el amor y el sexo con igual apuro, era bien capaz de mostrarse elegante o feroz, según correspondiera.

Fue un hombre público y hasta cierto tiempo un organismo político. Peña vomitó su bronca contra la hipocresía y la indiferencia de la sociedad frente a temas como la homosexualidad, la droga y el apetito por la distorsión que puede encarnar en jóvenes y adultos.

No tuvo miedo aunque lo odiaron mucho. Se delató como un alma sufriente y talentosa toda vez que se subió al escenario.

Sus obras eran una combinación explosiva de terror y pasión. De sangre, risas y lagrimas. En ciertos momentos la dulzura, la inocencia de algunos de sus personajes parecía salida directamente de la nada. Claro, al minuto siguiente, Peña enfrentaba a su público con el rostro maligno de un ser capaz de arrancar cabezas. No había quien quisiera recibir en la cara la luz potente de su linterna mágica.

En Fernando Peña todo era frenesí. Todo era paroxismo. Crucificado en su cruz de papel, agitaba los evangelios de la traición a la moral establecida. Como profeta de una religión sin verdaderos adeptos y despojada de ritos puritanos, escupía en salmos pervertidos su odio por lo establecido y lo rutinario. Lo aburría la solemnidad. Detestaba el gesto barato. La frase de cotillón.

Será recordado como actor aunque, en rigor, fue tantas otras cosas en el universo del espectáculo. Sucede que su voz tuvo siempre la impronta del teatro. En no pocos sentidos su voz fue un vocablo necesario. Afirmaba lo que los demás callaban y fue tan lejos como se lo permitió su alma.

Por lo mismo se equivocó y derrapó en actitudes derechistas o nada flexibles. En ocasiones también lo vimos transformado en el peor enemigo de sí mismo.

Según sus propias palabras, tenía una especial predilección por la gente de esta parte del mundo. En el Valle actuó en más de una oportunidad, a modo de estreno, fragmentos de obras que más tarde presentaría en Buenos Aires. En Regina debatió acerca de la verdadera pronunciación del nombre del lugar (el decía "Rellina"). En Roca tomó de punta a un espectador por llegar tarde y a una elegante señora del público primero la agredió en medio de un chiste - "¿y vos de qué te reír vieja boluda?"- y luego, a la salida, la abrazó. También en Roca se lo vio perdido en la noche: tratando de seducir a un joven y muchos más tarde borracho y falsamente enojado en una chacra sólo para asustar la conciencia de sus anfitriones. A ellos, a los que dejó impávidos y enfurecidos, también los compensó con un beso y el libro grande de Mafalda.

Finalmente su cuerpo siempre en llamas, a punto del último quiebre, se consumió. Dejó huella, marcó una época. Su dolor y su búsqueda no habrán sido en vano.

 

CLAUDIO ANDRADE

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