Según la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, "el gran desafío es generar el motor y el auto completamente argentinos". Tiene razón: es un desafío tremendamente grande, pero existe el riesgo de que para lograrlo esté dispuesta a movilizar los recursos públicos ya que, como nos ha informado con cierta frecuencia en los meses últimos, la crisis internacional le ha enseñado que en adelante el Estado tendrá que desempeñar un papel económico protagónico. Asimismo, la presidenta no ha disimulado el entusiasmo que siente por el ejemplo brindado por su homólogo norteamericano, Barack Obama, el que entre otras cosas se ha encargado de asegurar que General Motors fabrique autos híbridos, cuando no totalmente eléctricos, y de este modo asestar lo que espera sea un golpe demoledor contra el calentamiento global. Aunque es de suponer que, como tantos otros, el compromiso recién formulado por Cristina es meramente verbal, su propuesta desconcertó a los familiarizados con la realidad de la industria automotriz. Además de estar en graves problemas no sólo aquí sino también en el resto del planeta, se encuentra tan globalizada que hasta las empresas más grandes de países como el Japón, Alemania, Francia y Estados Unidos han celebrado alianzas sin tomar en cuenta las fronteras nacionales, con el resultado de que con muy escasas excepciones sus productos son decididamente cosmopolitas. Han tenido que hacerlo porque ningún país posee el monopolio de la tecnología necesaria para fabricar un auto moderno que sea "completamente" nacional.
En los años últimos, Corea del Sur ha conseguido dotarse de algunas empresas automotrices internacionalmente competitivas, y se prevé que China no tardará en emularla. También está intentando hacerlo la India, que hace poco presentó en público un auto un tanto rudimentario que es sumamente barato. Sin embargo, en el caso de los dos gigantes asiáticos, el método preferido ha consistido en comprar empresas occidentales en apuros, no en limitarse a procurar replicar lo ya hecho por otros por entender que los costos serían excesivos y los beneficios muy reducidos. De todos modos, se trata de países en los que abundan los científicos y técnicos óptimamente preparados. Si bien contamos con algunos, no hay suficientes como para constituir la masa crítica que se precisaría para posibilitar la conformación de la industria automotriz relativamente autónoma con la que sueña la presidenta.
Lo mismo que todos los políticos "industrialistas" en nuestro país, Cristina y su marido se sienten tentados por el atajo que a su entender supondría la sustitución de importaciones. Mal que le pese a la presidenta, la experiencia debería haberle enseñado que el ideal de la autarquía económica a la que aspiran los teóricos de tal estrategia de desarrollo sólo lleva a un callejón sin salida, al proliferar empresas anticuadas poco eficientes que no pueden sobrevivir a menos que los consumidores, y los contribuyentes, sigan entregándoles subsidios cada vez más abultados. Con todo, parecería que las advertencias planteadas por nuestra historia económica no han impresionado a los santacruceños: el gobierno que encabezan ya ha dejado saber que está pensando en proteger a los fabricantes locales de bienes electrónicos como computadoras erigiendo muros tarifarios, y no sorprendería que en las semanas próximas impulsara legislación similar destinada a aumentar la proporción de la industria automotriz auténticamente nacional, lo que sería bueno para los empresarios así beneficiados pero muy malo para los consumidores que, como siempre ha sucedido cuando un gobierno se propone sustituir importaciones, tendría que acostumbrarse a pagar más por productos de calidad deficiente. En opinión de los especialistas, la Argentina sencillamente no está en condiciones de producir autos "completamente" nacionales y por lo tanto sería un error muy grave, y extraordinariamente costoso, intentarlo. Si sirve de consuelo, tampoco está en condiciones de hacerlo la mayoría abrumadora de los demás países, incluyendo a algunos con tradiciones notables en la materia que, sometidos a la tiranía de los mercados, se han visto constreñidos a permitir la compra de empresas célebres por multinacionales con sedes en otras partes del mundo.