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  Sábado 30 de Mayo de 2009  
  Edicion impresa pag. 18 »  
  Tiempos modernos y malas costumbres  
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En 1930 José Ortega y Gasset publicó "La rebelión de las masas", un libro en el que examina un fenómeno que aparecía como dominante en el siglo XX. Este libro cobraría resonancia mundial por el hecho de que anticipaba el porvenir: entre otras realidades brutales, los totalitarismos colectivistas le dieron la razón. El libro definió al "hombre masa" y vaticinó su entronización en las sociedades occidentales paralela a la decadencia de las minorías cultas, aquellas de las que se exigen como personas más que los demás. Su descripción del "hombre-masa" incluía como características la vulgaridad, la creencia en la universalidad de lo vulgar, la desatada expansión de sus deseos vitales, la ingratitud hacia todo lo que ha posibilitado una cómoda existencia sin trabajar, su falta de cualquier proyecto de mejora, la aspiración de vivir sin limitaciones morales. La división entre "minorías" y "masas" que proponía el filósofo (calificado por la izquierda de "aristocratizante") no quería aludir, aclaraba, a clases sociales diferentes sino a clases diferentes de hombres.

Aunque sin mencionarlo, un escritor, médico y psiquiatra de nombre Anthony Daniels, de bien ganada fama entre los más cumplidos conservadores del mundo, ha presentado, bajo seudónimo sólo porque le gusta, un libro con notas publicadas en revistas americanas sobre los cambios ocurridos en la sociedad inglesa que evoca las ideas de Ortega. En este trabajo ("Nuestra cultura, qué nos ha quedado de ella") cuyo subtítulo ("Los mandarines y las masas") tiene también resonancias del pensador español, el autor se explaya amargamente sobre lo que describe como el actual "colapso de las maneras inglesas", una afirmación que a primera vista nos resulta por lo menos sorprendente. En ningún país -sostiene, con convicción- el proceso de vulgarización social ha ido más lejos que en Inglaterra. Su tema es un reclamo para el recobro de "tradicionales virtudes de prudencia, industria, moderación, honestidad, cortesía y continencia" que han sido una característica distintiva de la sociedad británica.

Conocido como opositor a las políticas progresistas en cultura, arte, política, enseñanza y medicina, su bisturí cala hondo. Descarnadamente y sin paños tibios (la edad avanzada -él tiene 70 años- está constitucionalmente expuesta, dice, al pesimismo) se refiere a las condiciones de vida "brutales y sórdidas de los ingleses pobres" y la irresponsabilidad de las clases educadas que crearon "una creciente subclase ayuna de reflejos morales". Parte no menor de la vergüenza de esta situación la atribuye a una larga y exagerada asistencia social, a los generosos subsidios a los desocupados y demás rasgos del "Welfare State". Sin compulsión para ganarse la vida porque el Estado subviene a sus carencias, a los marginales les sobra el tiempo para dar rienda suelta a sus instintos, configurando una enorme masa propensa a la violencia endémica, la criminalidad, la promiscuidad sexual y el abuso de drogas. Cada fin de semana el centro de las ciudades inglesas se convierte, poblado de borrachos y violencias, en insoportable aun para gente mínimamente sensible. Habiendo trabajado en ambientes duros, denuncia lo que la revolución sexual ha reportado a las clases bajas (rechaza la timidez de llamarlas con nombres más delicados): no aceptan ninguna reticencia, medida, dignidad, secreto, ni limitación del deseo. Y en esto, diagnostica, cabe responsabilidad a las ideas progresistas dominantes en los círculos intelectuales que han tendido a socavar los valores tradicionales y quitar importancia a los deberes del individuo en cuanto a sus propias acciones.

El análisis crítico del libro que formula en el "Times Litterary Suplement" un miembro de la Academia de la Historia coincide con lo esencial de las observaciones de quien, como médico de prisiones en el decaído conurbano de Birmingham, ha estado en inmejorable posición para estudiar estas mutaciones sociales. Recuerda el profesor Davenport-Hines que todavía en los ´70 podía decirse -como escribió entonces Isaiah Berlin- que la sociedad inglesa constituía "la corporización de una quieta, honorable, humana existencia, en conjunto una civilización singularmente libre de violencia, histeria, mezquindad y vulgaridad". Pero que ya no podría sostenerse lo mismo hoy. Las virtudes cívicas, las buenas maneras, los hábitos de autocontrol y moderación, la desconfianza en cuanto a los excesos han sido todos amenazados y destruidos. Reconoce que la violencia, la histeria y la vulgaridad están seguramente entre los rasgos principales del modo de ser inglés prevaleciente. Este crítico coincide en lo esencial, pero sus objeciones son fuertes.

Objeta que el autor hace cargo a cierta prensa británica por su lenguaje escandaloso, a los intelectuales y artistas que cortejan las inquietudes más bajas, a los gobiernos laboristas y a lo políticos que fueron incapaces de oponerse a la asistencia social de manga ancha, a las administraciones monetaristas, a los liberales y progresistas en general, a los literatos y artistas que se complacen en un vocabulario abyecto creyendo que utilizándolo son más "pueblo". Pero es incompleto en su diagnóstico: deja fuera de la lista de los responsables al factor que más responsabilidad ha tenido. Rara vez menciona la influencia de la cultura popular americana sobre Europa, no dice nada de su abrumador impacto sobre la "televisión-dependiente" en la población modesta. En ningún lugar de su libro critica la vulgaridad, violencia y puerilidad emocional de los programas que han inundado el país desde los ´70. En ningún capítulo de su análisis apunta el libro que la fealdad y el infantilismo emocional de la Europa contemporánea están en gran parte inspirados por esa infiltración cultural americana. Si bien señala agudamente que el mensaje de esa televisión ha intoxicado sentimentalmente por más de treinta años al público inglés, tal como lo ha hecho la "Macdonaldización" con tantas cosas, empezando por su "fast-food", lo peor ha sido la contaminación de su gusto por la violencia y su pasión por el entretenimiento y la banalidad. Así el de los ingleses ha devenido un país en el que los adolescentes son precozmente adultos y los adultos permanentemente adolescentes. Concluye el crítico: "El autor no les dice a sus lectores americanos lo que ellos no quisieran oír. Confronta muchos vicios, pero al ogro más grande de todos ni lo nombra".

 

HÉCTOR CIAPUSCIO (*)
Especial para "Río Negro"

(*) Doctor en Filosofía


HÉCTOR CIAPUSCIO

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