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Sería reconfortante poder creer que la única razón por la que la dictadura norcoreana se ha dotado de un arsenal nuclear primitivo, equiparable con el norteamericano de hace 64 años, además de algunos misiles capaces de alcanzar Alaska, que probaron lanzándolos por encima del Japón, consiste en su deseo de ser respetada por los demás gobiernos de Asia oriental y, desde luego, por el de Estados Unidos, pero que nunca soñaría con usarlo por miedo a verse totalmente destruida por las huestes imperialistas. En tal caso, no sería necesario tomar en serio el desafío planteado al resto del mundo por Kim Jong Il y los militares de facciones pétreas que lo rodean, ya que sólo sería su forma, nada agradable por cierto, de llamar la atención de la comunidad internacional a su existencia. Sin embargo, también se da la posibilidad de que los norcoreanos realmente estén pensando en solucionar militarmente los muchos problemas que atribuyen a la malignidad ajena y que crean que sus bombas nucleares asustarán tanto a los norteamericanos que éstos dejarán de interesarse por la suerte de sus aliados en la región. Como guardianes de lo que queda de la verdadera fe comunista, Kim y compañía se creerán con pleno derecho a poner fin a la división de la península coreana liberando, mediante una gesta heroica, al Sur de las garras del imperialismo capitalista. El que ya sean dueños de algunas bombas nucleares ayudaría a convencerlos de que la resistencia de los sureños a una eventual invasión fraternal sería meramente simbólica. Y aun cuando comprendieran que un intento en tal sentido no tendría éxito porque los norteamericanos lo frustrarían, podrían preferir un fracaso glorioso a la muerte lenta por asfixia que, en vista del estado lamentable de la economía de su país y su aislamiento, es lo que les aguarda a menos que logren cambiar radicalmente la situación en la que se encuentran. Sería aventurado dar por descontado que en última instancia el régimen de Kim se comportará como un gobierno "normal" y que por lo tanto privilegiará los intereses materiales. Corea del Norte no es "normal" en absoluto. Es un país paupérrimo regenteado por un déspota despiadado y extravagante que, por imaginarse un artista talentoso y por disponer de poder casi absoluto sobre sus compatriotas, se asemeja bastante al emperador romano Nerón. Como éste y otros de la misma estirpe, entre ellos Calígula, Kim se supone por encima de las normas que tienen que respetar los mortales comunes. Está tan acostumbrado a hacer todo cuanto se le antoja, que su capacidad para prever las reacciones ajenas será muy limitada. Dicen que es sumamente astuto, pero le sería arriesgado emplear en su relación con los líderes de otros países los métodos que le han permitido mantenerse en el trono que heredó de su padre. A pesar de que, con la excepción de los miembros de la elite castrense y política los norcoreanos, víctimas de hambrunas esporádicas y de persecuciones brutales, viven en la miseria más absoluta, las fuerzas militares reciben por lo menos el 25% del magro producto bruto. Así las cosas, es sin duda lógico que el régimen de Kim haya amenazado a sus vecinos ricos, Corea del Sur y el Japón, además de su aliado principal, Estados Unidos, con una guerra devastadora. Puesto que la única ventaja con la que cuenta consiste en un ejército temible que, si el régimen lo ordenara, no vacilaría en sembrar muerte y destrucción en toda Asia oriental, Kim y sus allegados no tienen más opción que la de intentar aprovecharla. No hay que descartar, pues, la posibilidad de que en los días próximos se desate una conflagración de consecuencias atroces en la que podrían morir millones de personas. En el resto del mundo, pocos creen que los norcoreanos se hayan propuesto ir a tal extremo. Se supone que sabrán que la reacción de los surcoreanos y, sobre todo, de los norteamericanos, sería tan feroz que conduciría inevitablemente a la destrucción del reducto comunista. Puede que quienes piensan así estén en lo cierto y que sólo haya sido cuestión de un show siniestro destinado a conseguir algunas concesiones menores que, desde el punto de vista de los disciplinados medios propagandísticos norcoreanos, permitirían a Kim humillar nuevamente a sus enemigos, pero acaso sería un error confiar en que, una vez más, triunfe la sensatez. Luego de apostar todo, comenzando con el bienestar del grueso de los norcoreanos, a fuerzas armadas que durante décadas se han ufanado de estar en condiciones de derrotar a sus equivalentes del resto del planeta, el régimen de Pyongyang estará con toda seguridad mentalmente preparado para cualquier eventualidad bélica. Asimismo, por orgullo profesional, por adhesión a una ideología abandonada por otros y la voluntad resultante de mostrar que su compromiso no ha sido en vano, y por entender que su prestigio depende de su intransigencia absoluta, los militares norcoreanos se habrán privado de la opción de dar un paso atrás a menos que puedan interpretarlo como una victoria aplastante sobre Estados Unidos y sus aliados. Después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, los europeos, los japoneses y, en menor medida, los norteamericanos más esclarecidos, procuraron convencerse de que siempre es posible asegurar la paz a través de negociaciones inteligentes, ya que con concesiones mutuamente aceptables podrían satisfacerse las aspiraciones de hasta los más beligerantes. Por desgracia, en buena parte de Asia y África abundan las personas que se niegan a entender que la guerra nunca sirve para resolver nada. Para perplejidad de los occidentales bienintencionados, siguen pensando en términos tradicionales. Pues bien: parece más que probable que Kim y sus amigos uniformados tengan más en común con nuestros antecesores belicosos que con los miembros de las elites progresistas occidentales. Aunque sean conscientes de su debilidad relativa, podrían creer, como creían los militaristas japoneses y alemanes de las primeras décadas del siglo pasado, que su compromiso con valores superiores resultará ser más que suficiente como para compensar su inferioridad material y que, si atacaran con contundencia a sus enemigos, éstos se batirían en retirada por no estar dispuestos a soportar los sacrificios horrorosos que les supondría una guerra. En cuanto al pequeño arsenal atómico que con tantos esfuerzos han conseguido adquirir, podrían tomarlo por una garantía de que la reacción de sus enemigos fuera sólo convencional y que en consecuencia les sería posible derrotarlos. JAMES NEILSON
JAMES NEILSON |
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