El grado de conflictividad social existente en el país se traduce, por lógica, en los elevados índices de litigiosidad que registran los poderes judiciales nacional y provinciales.
En un primer análisis, es claro que el fenómeno muestra un regreso del ánimo de reclamo que imperaba en los años 2001 y 2002, aunque sin el elemento aglutinador que tuvo en aquel tiempo.
El segundo aspecto a considerar es de carácter sociológico y es la tendencia a discutir más que a conciliar, a buscar desacuerdos antes que coincidencias, a destruir para reclamar, a parar con más vigor que el que se aplica a producir, a demandar antes que a cumplir...
Ejemplos de ello son: el clima de violencia verbal o física que es frecuente en los reclamos sectoriales, la habitualidad de las tomas de propiedades ajenas, la elevada evasión fiscal, la gran cantidad de denuncias policiales y demandas judiciales y -de forma inversamente proporcional- la baja cantidad de soluciones aportadas desde esos ámbitos. La conciliación -lamentablemente- no parece formar parte del léxico y del ejercicio cotidiano de un gran número de personas.
En Río Negro se han visto en estos días expresiones de la inédita exhortación pública realizada por jueces de todo el país en contra de la "judicialización" desmesurada de la vida pública. Aseguran que la cantidad va en desmedro de la calidad y piden automoderación a los poderes públicos y voluntad de convivencia pacífica a los ciudadanos.
Repasando los últimos años, es fácil ver en la provincia que numerosos actos de gobierno -por acción o por omisión del Estado- han dado lugar a un sinnúmero de causas judiciales. En su mayoría han sido expedientes de actores múltiples y de largo trámite, que -en ocasiones- han sobrevivido a recambios gubernamentales para ser resueltos en momentos en que fue más políticamente apropiado.
Las leyes de Emergencia, las reducciones salariales, los descuentos previsionales antes y después de la transferencia de la Caja de Previsión Social fueron los primeros de una larga serie de reclamos que se acumularon por miles en los tribunales y atiborraron las delegaciones de la Fiscalía de Estado. Tanto, que ese organismo se vio obligado a contratar abogados particulares para defender los intereses públicos, decisión que no siempre tuvo los mejores efectos.
El avance del desfinanciamiento estatal y el desorden de las sucesivas administraciones provinciales, que no atinaron a diseñar soluciones eficaces a problemas propios de una compleja red de servicios, dieron pronto lugar a un aluvión de amparos tendientes a que el Ipross brindara las prestaciones que por norma debía cumplir, o la aseguradora Horizonte pagara los seguros a los que estaba obligada...
El resultado, en muchos casos, fue que se pagó diez lo que costaba tres, ya que a la prestación diferida debió sumarse el costo del litigio, honorarios, costas e intereses: toda una maquinaria puesta a rodar en beneficio de abogados, peritos y auxiliares de justicia, y en perjuicio tanto del Estado como del destinatario de la prestación, convertidos ambos en los débiles extremos de un perverso juego de intereses.
El paradigma del acto de gobierno "judicializado" sigue siendo el bono Cedepre: un decreto creó un bono en lámina única cuando la ley mandaba imprimir títulos nominales para ser entregados a los jubilados en concepto de descuentos declarados inconstitucionales por un fallo judicial. Una maniobra financiera clandestina realizada por funcionarios de primer nivel. Y una estafa al erario y a la fe públicos. Sólo se juzgó y absolvió a dos intermediarios, pero los responsables de los actos de gobierno que dispararon la maniobra permanecen fuera del análisis judicial y político.
No es el único caso en que se discute la espuma pero no la sustancia. Algo similar sucede con la "judicialización" (ya nadie puede prescindir de este neologismo) del juicio político al ministro rionegrino de Familia, Alfredo Pega, por las irregularidades en la compra de alimentos que, a su vez, también está siendo investigada penalmente: el radicalismo usó un ardid para enviar al archivo el pedido de la oposición, los denunciantes presentaron un recurso de inconstitucionalidad de esa decisión y el bloque radical amenazó con un juicio político al legislador Bonardo, que fue la víctima de su ardid. ¿Y los alimentos? ¿Y si hubo o no sobrecostos? ¿Y si estuvo o no en peligro la salud de niños y familias? ¿Y si Flavors y el resto de las empresas de los Matas nunca cumplieron las condiciones que exige la ley para contratar con el Estado? Todo esto queda cubierto por el ruido y la confusión.
De igual modo, luego de que el gobierno prorrogara cinco años más -del 2017 al 2022- la concesión de varios casinos a la firma Crown, comenzó un cruce de denuncias por los dichos de opositores y funcionarios. Pero nadie habla de lo verdaderamente objetable de la cuestión: que la prórroga implica un nuevo contrato que comenzará a regir en un tiempo futuro, para lo cual el actual gobierno no tiene facultades.
Estas cosas liman la capacidad de asombro. Hasta el punto de que nadie puso el grito en el cielo esta semana, cuando el STJ ordenó que se cumpliera la resolución de un amparo anterior que ¡hace nueve años!, en el 2000, pedía celeridad en un turno de atención médica en el hospital Zatti de Viedma.
Entonces, llegamos al punto: ¿es más grave "judicializar" el incumplimiento estatal o lo es la demora en la resolución judicial de esos planteos? ¿O peor que lo anterior es que un mismo equipo de gobierno no haya conseguido todavía organizar el manejo de los fondos y recursos de Estado para que no sea necesario pedirle a un juez que garantice el dictado de clases en escuelas públicas, la provisión de un medicamento oncológico, de pañales a un anciano pobre o la cobertura del Ipross a discapacitados?
ALICIA MILLER
amiller@rionegro.com.ar