Todos los críticos del actual proceso electoral señalan la aparente posibilidad de la renuncia de la familia presidencial en el caso de perder los próximos comicios parlamentarios y, eventualmente con ello, la mayoría en el Congreso. No faltan quienes agregan que es imposible gobernar sin el apoyo del Congreso, y aun muchas leyes electorales (como aquella de mayoría y primera minoría que consagró la ley Sáenz Peña) son propiciadas por quienes comulgan con esa idea: que al circunstancial titular del Ejecutivo debe asegurársele la mayoría parlamentaria para facilitarle el trabajo.
No advierten quizá que en el país que inventó el presidencialismo, EE. UU., han sido muchos los titulares del Ejecutivo que a través de distintos períodos han debido manejarse sin esa mayoría. Sin ir demasiado lejos, Hipólito Yrigoyen, en su primera presidencia, así gobernó y pudo completar seis años y entregar prolijamente el mando al final.
Los defensores de esa idea están contagiados del cesarismo que, lamentablemente, pesa en nuestro pueblo desde antes de su institucionalización y persiste sin demasiados cambios. Se sigue creyendo que el presidente electo debe ser un hombre (en nuestro caso, una pareja) providencial, confundiendo "gobierno" con "Ejecutivo". La coherencia con esta línea de pensamiento debería llevar simplemente a suprimir el Parlamento, con lo que se ahorrarían millones de pesos en pagos a un gran número de levantamanos y sus asesores, que hoy lo pueblan; concediéndose así más por las claras, el poder legisferante a uno solo.
La solución a tal dilema institucional debiera ser simplemente invertir la hipótesis. En vez de procurar asegurar la mayoría parlamentaria a un gobernante, hacer que el gobernante sea, simplemente, aquel que circunstancialmente y con cierta permanencia detenta el aval de la mayoría parlamentaria. En vez de centrar el tema en el detentador del Ejecutivo, poner como centro de gravedad el Congreso y que sea éste el que, por mayoría, autorice a determinado individuo a gobernar. Y que cuando pierda esa más o menos circunstancial mayoría, se elija directamente a otro que pueda componerla.
Así es precisamente cómo funciona en los países que han adoptado el régimen parlamentario. El centro del poder está deferido al Congreso y la mayoría de éste es la que nombra y destituye a los mandatarios, simplemente, sin necesidad de juicio político ni de fundamentos especiales. Perdió la confianza del Congreso, cesa en el cargo ejecutivo y el Congreso designa otro.
Para ello es necesario separar las funciones ejecutivas de las de representación, es decir distinguir entre jefe de Gobierno y jefe de Estado. En los regímenes parlamentarios europeos, creados siguiendo el modelo inglés, el jefe de Estado es ya el rey o un presidente con escasas funciones de gobierno efectivo, pero que tiene un control o supervisión sobre el proceso de gobierno y detenta el manejo de algunas pocas palancas clave. El que efectivamente gobierna es el jefe de Gobierno o primer ministro, con un gabinete que pone formalmente a consideración del jefe de Estado, previo aval mayoritario en el Congreso.
En gran parte de esos Estados el primer ministro y la mayoría de los miembros del gabinete salen del mismo Congreso y a él vuelven cuando cesa la confianza que la mayoría les había depositado. Esto puede ocurrir por lo que en algunos de esos regímenes se llama "moción de censura", que si obtiene mayoría implica la destitución del gabinete. Puede serlo también por el fracaso de una "moción de confianza", que el mismo primer ministro requiere o por el rechazo del Congreso a algún proyecto de ley o decreto-ley importante cuya aprobación se les pide, etc.
Lo interesante para nuestra mentalidad aún cesarista es que no se produce un vacío de poder, sino que el gabinete "cesante" simplemente continúa en funciones, mientras se formula en el Congreso una nueva alianza partidaria que procura el reemplazo ordenado. Un ejemplo interesante es la Italia de posguerra, cuyos gabinetes (durante alrededor de más de tres décadas) eran de muy efímera duración, llegando inclusive a ser de pocos meses, lo que implicaba por supuesto frecuentes provisoriatos de los mismos destituidos hasta que se les hallaba reemplazantes. Sin embargo, fue precisamente durante esas tres o más décadas que se produjo lo que algunos llamaron el "milagro" italiano. Se reconstruyó la economía del país, destruida por la guerra, y se produjo un gran desarrollo que llegó a colocar a Italia como la quinta potencia industrial del mundo.
Lo que vale decir que las crisis no afectaron la continuidad institucional, como ocurre entre nosotros.
La separación de las funciones de jefe de Estado y de Gobierno permite por lo tanto una gran flexibilidad ante las crisis, que no puede darse cuando el César electo que circunstancialmente ha llegado al mando en un país como el nuestro, con facultades totalmente desmedidas, se ve desautorizado. La caída no sólo afecta al gobierno, sino también al Estado.
Para poner un ejemplo, si en la crisis que nos afectó gravemente en diciembre del 2001 hubiésemos tenido un régimen similar, el Parlamento podría haber designado un nuevo gabinete y éste hacerse cargo de las funciones gubernamentales, sin necesidad de andar cambiando presidentes a cada rato, como nos pasó. Aun en nuestro sistema, si el presidente De la Rúa hubiese tenido la cintura política de la que evidentemente careció, habría tenido muchas más posibilidades de capear el temporal destituyendo al ministro de Economía (que en los hechos era el primer ministro) y tratando de formar otro gabinete.
El régimen presidencialista es absolutamente rígido: elegidos el presidente y los congresistas por períodos predeterminados y no modificables, si los electores se equivocaron o los electos desvían su conducta, los medios de destitución son engorrosos y lentos, en tanto concebidos a semejanza del proceso judicial.
Ese problema no existe en el sistema parlamentario. El único mandato rígido es el del jefe de Estado, quien tiene muy pocas facultades. En cambio, los gabinetes pueden ir cambiando al compás de las diversas alianzas que se produzcan en el Congreso, y si deben modificarse los titulares de los ministerios por los motivos antes señalados, mientras se formula una nueva coalición siguen gobernando provisoriamente. También los parlamentos se renuevan periódicamente, determinando muchas veces cambios en la composición de esas mayorías, esto como regla; pero ante una crisis de cierta gravedad en la que no se logran los necesarios acuerdos, el jefe de Estado puede recurrir a la herramienta de adelantar las elecciones parlamentarias para "barajar y dar de nuevo".
La mayor flexibilidad en los cambios de titularidad en el gabinete produce también un ingrediente "extra" de flexibilidad en la propia política de los diversos grupos o fracciones: éstos no adoptan "ab initio" posturas abiertamente oficialistas o cerradamente opositoras, lo que ocurre con más frecuencia en aquellos países en los que existen más de dos partidos con representación parlamentaria, haciéndose de común ocurrencia los pactos y acuerdos, que necesariamente implican una postergación -ó un abandono- de los respectivos dogmatismos que pueden influenciar en cada grupo.
Asimismo, con el tiempo este sistema ha probado que puede elevar el nivel mismo de los parlamentarios, quienes en la actualidad, en el presidencialismo, no aparecen más que como tropa obediente a los pedidos del Ejecutivo o como obstructores empecinados. Los integrantes del Parlamento, al resultar responsables de la línea y el rumbo del gobierno, pueden llegar a actuar más responsablemente que ahora.
Una de las causas más graves de la postración argentina es el escaso nivel moral y la falta de visión de futuro de nuestros políticos, más preocupados normalmente por sus propios beneficios o prebendas que por la buena marcha del país. De los que escapan como excepciones a la regla, la mayoría demuestra en los hechos una falta mayúscula de capacidad.
En 1943, la Argentina figuraba en el Primer Mundo, siendo uno de los 15 ó 20 países con mejor situación de desarrollo económico y se le vaticinaba un futuro promisorio. Algo más de 60 años después, es mejor no mirar la tabla de posiciones. A esto nos trajeron no solamente la incompetencia y rapacidad de nuestros políticos y la empecinada adopción de políticas económicas erradas, sino que entendemos ha tenido también peso el sistema institucional presidencialista. Si los juristas y algunos políticos argentinos esclarecidos se lo propusieran, podría procurarse una reforma del sistema, adoptando la forma del parlamentarismo, que ha demostrado su flexibilidad en las situaciones que a nosotros nos afectan, de las frecuentes crisis de autoridad.
(*) Abogado