La democracia que conocemos hoy es la democracia representativa. La democracia directa, que experimentaron algunas ciudades de la antigua Grecia, no parece posible en las masificadas sociedades modernas. Existe una dificultad física evidente y no podemos imaginar hoy al pueblo continuamente reunido en el ágora para resolver los asuntos públicos. Pero a la dificultad física se suma también una dificultad lógica: ¿cómo convertir una opinión variada, dispersa y compleja en una decisión práctica y operativa? En esta labor de reducción de la complejidad, que consigue la democracia representativa moderna, tienen un rol destacado los partidos políticos.
Una de las dificultades que encierra la idea de una democracia directa reside en la imposibilidad lógica de obtener una única decisión. La regla de la mayoría puede servir para legitimar una decisión política, pero no permite reducir la complejidad ni incorpora la voluntad de las minorías. La democracia representativa, en cambio, mediante el uso de una serie de mecanismos o prácticas, permite o facilita la participación política, consiguiendo el objetivo de reducir la complejidad.
Los medios actuales a través de los cuales se consigue cribar la opinión ciudadana hasta alcanzar un núcleo duro que quede incorporado a una norma jurídica son variados y operan en diferentes planos. Por un lado tenemos la labor de los medios de comunicación, que al tiempo que informan favorecen el debate intelectual entre las distintas propuestas en juego. Otro mecanismo de reducción de la complejidad se consigue a través de la creación de partidos políticos, que condensan en un programa las apetencias y deseos de sus militantes. Naturalmente, no todos estarán de acuerdo con la opinión expresada por el partido en todos y cada uno de sus pronunciamientos, pero en ese juego de renuncias parciales se consigue una adhesión alrededor de lo que se considera el núcleo fundamental.
Las elecciones, permitiendo que los votantes elijan a sus representantes políticos y aprueben ciertos programas rechazando otros, constituyen el medio habitual para seleccionar el sesgo que adoptarán las políticas públicas. Finalmente en el Parlamento, órgano representativo de la legitimidad popular, se conseguirá, a través del trabajo en las comisiones parlamentarias, obtener el mínimo común denominador que permita el mejor equilibrio entre los intereses en juego. El resultado final será una ley que, una vez aprobada, será de obligado cumplimiento para todos.
Nunca se destacará lo suficiente el importante rol de los partidos políticos en las democracias representativas modernas. Ellos son los que proporcionan, en las actuales sociedades complejas, los canales de transmisión de las necesidades y preferencias sociales, son los que sistematizan las demandas reconvirtiéndolas en programas coherentes de acción política y son los que proporcionan la lista de candidatos para conformar los equipos para la alta gestión política. Obviamente todo esto sólo es posible cuando los partidos políticos funcionan, son una realidad y tienen vida propia. Algo que no sucede en nuestro país.
En Argentina, como lo prueban tantos hechos recientes, el enemigo público de los partidos políticos ha sido el presidencialismo. El uso de los fondos presupuestarios para quebrar las lealtades partidarias, el adelantamiento precipitado de las elecciones por razones de oportunidad -lo que impide la realización de elecciones internas al tiempo que favorece el uso del dedo presidencial para componer las listas de candidatos- y la moda de las candidaturas testimoniales, con la dificultad para reconocer quiénes serán en definitiva los encargados de la gestión política, son algunas de las piedras que el sistema presidencial ha colocado en el camino de los partidos políticos.
Estos datos sugieren la presencia de una suerte de ley que rige la política en el marco del presidencialismo: existe una relación inversa entre el poder que ostenta el presidente y el poder que se reserva a los partidos políticos. En el marco de un presidencialismo hegemónico, el más interesado en reducir el poder de los partidos políticos es el presidente, que de esta manera acumula mayor poder de decisión en sus manos.
La calidad de la democracia representativa está directamente relacionada con el nivel de calidad de los partidos políticos. Sin partidos políticos sólidos, consolidados, con intensa vida interna y funcionamiento democrático, queda obturado uno de los canales fundamentales para trasladar la voluntad ciudadana. Se impide el control democrático que cabe a la oposición y las posibilidades de contar con una alternativa de recambio para la circulación de las élites políticas. ¿Hasta cuándo permitiremos que el presidencialismo, abusando de nuestra paciencia, nos ofrezca una democracia tan degradada, definitivamente agotada?
ALEARDO F. LARÍA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado y periodista.