Para comprender lo existente el hombre dispone del pensamiento científico, de por sí bastante complejo, y también de otra vía cognitiva rápida y sencilla basada en la experiencia cotidiana, en la intuición y en la tradición: es el conocimiento vulgar o de sentido común que halla en las piezas del refranero universal un sólido apoyo como saber condensado en el tiempo.
A diferencia de Abelardo Castillo, creo que sí existe creación artística colectiva, por lo menos respecto de los refranes, los cuales pese a su sencillez formal constituyen pilares culturales muy valiosos; tanto, que para muchos representan extractos de sabiduría.
Ciertamente, toda creación es individual, pero el individuo nace y se desarrolla en una sociedad, de modo que si los refranes fueran inicialmente creaciones individuales anónimas, aun pudiendo constar de múltiples y sucesivas intervenciones de efectos acumulativos, la creatividad colectiva aparece luego, dada su transmisión excluyentemente oral, como consagración por aceptación tácita, aun incluyendo nuevos retoques semejantes a los efectos que produce la erosión del viento o la lluvia sobre las montañas, es decir, reduciendo y a la vez suavizando sus formas -en este caso, elocutivas- hasta llegar a su estabilización definitiva.
Así, un refrán explicita una propuesta de verdad que halla su legitimación en la experiencia, en la historia que lo constituyó, pero luego de su encarnación lingüística se legitima en su valor evidente, valor cuya fuerza reside en su nivel de generalización.
Ésta, en principio, no puede ser contradicha por la excepción, aun cuando pudiera existir, pero ocuparse en su búsqueda es como buscarle cinco patas al gato. Si triunfara la impugnación de la validez de un refrán se podría sospechar que no estábamos en presencia de tal puesto que su esencia consiste en su poder de generalización de la experiencia humana, aquello que solemos llamar universalidad y que es colectivamente reconocida aunque dependa de determinaciones particulares de época y lugar.
Con todo, el carácter absoluto de la universalidad es cada vez más cuestionado, de modo que lo relativizaremos agregando: "a condición de compartir un tiempo cultural semejante", admitiendo la relativización de la rigurosidad con que pueda presentarse una regla en una variedad de casos de aplicación. El resultado implica pasar de la ley a la regularidad, a la probabilidad, a la tendencia.
Veámoslo prácticamente. Un conocido refrán latinoamericano dice que "el que sabe sabe y el que no sabe es empleado público". Y todo el mundo entiende su significado.
Ignoro su origen y su derrotero histórico; supongo que no debe ser muy antiguo en tanto los empleados públicos configuran un estrato y una función socio-ocupacional más bien contemporánea, aunque su existencia sea muy antigua.
El mensaje pinta emblemáticamente sus características de sector retardatario, sin creatividad, parasitario, burocrático (en el mal sentido del término). Semejantes lindezas traen a la memoria de cualquiera miles de circunstancias vividas, leídas u observadas, junto con sensaciones de desolación y pequeñez kafkiana resultantes de caer en las redes de la administración burocrática.
Sin embargo, más allá de la cuota de veracidad de tales representaciones, vale reconocer que encierran un alto grado de exageración y de estereotipia consolidada, fuente de la parodización habitual de aquello que se experimenta como una insufrible experiencia.
Sucede que el aparato burocrático y la administración pública, como sistemas de procesamiento de la relación público-privado o público-civil, determinan un conjunto de intervenciones complejas pero necesarias, no gratuitas. De hecho, pueden ser más o menos rápidos o ágiles, más o menos eficaces y eficientes, pero nunca pueden quedar sujetos exclusivamente a la improvisación, el pragmatismo, el voluntarismo individual o el cesarismo del jefe de sección o del jefe supremo.
El curso de la administración del Estado y el flujo de los documentos son datos inexcusables a tener en cuenta respecto de la complejidad y magnitud crecientes del Estado moderno. Pero como bien dice otro refrán, "el hábito no hace al monje". Es decir, los males del sector no dependen del ambiente, de los usos y costumbres legales o ilegales ni de la presencia de capacidades o incapacidades "naturales" de dichos servidores públicos.
No cabe duda de que toda organización se corrompe de arriba hacia abajo, en una primera etapa, debido a las prácticas corruptas de las jefaturas y los liderazgos, incluidos funcionarios políticos que no integran la planta permanente de la administración y que igualmente utilizan en su propio beneficio a los empleados públicos mediante un sistema inmoral de presiones y amenazas que desembocan en premios y castigos. Entre nosotros sucede así desde mucho tiempo antes de que aparecieran el Estado Intervencionista y la Economía de Bienestar.
La reacción adaptativa del sector es la "obediencia debida", moderna fuente alternativa del Derecho -¡de hecho!- que da origen a toda clase de pequeños y grandes "renuncios", renuencias y renuncias a los deberes cívicos y ciudadanos para con "la cosa pública", sustituidos por la Voluntad del Jefe y, más a fondo aún, por los Sueños del Jefe.
Sin embargo... se sabe que no sucede lo mismo en todas partes; claro, en algunos países es peor, lo cual alegrará a muchos... que no son de allí (no olvidar que "mal de muchos consuelo de tontos"). En cambio, en otros lugares todo es mucho mejor que aquí.
Siendo así, dada su diferente corroboración empírica, los alcances de supuesta universalidad de los refranes no son tales. Queda confirmado una vez más que no es el oficio o el empleo público el que viene mal entrazado, con defectos esenciales o de origen... ¡no! Y si no, pregunte a cualquier empleado público si cree que hay cosas que merezcan ser cambiadas en la Administración y cuáles son pero garantícele antes que no registrará su nombre ni lo delatará al jefe. Se asombrará al escucharlo y creerá que el mundo está al revés, que los empleados deberían ser jefes y los jefes, empleados.
Entonces usted traerá a colación otro refrán muy conocido por los argentinos que dice que "¡el que sabe sabe!, ¡y el que no sabe es jefe!" y alegará que éste sí es de alcances absolutos. Y yo le diré que se equivoca; primero porque? ¿absoluto...?, mmm? ¡hay poco o nada absoluto de cualquier cosa! -por lo menos, así lo creo-; segundo, porque para ser un zángano, un parásito o un ladrón de la cosa pública ¡hay que saber?! ¡No es para cualquiera la bota de potro!
Todos conocemos tipos realmente talentosos en esos "afanes", algunos son de planta permanente, otros los elegimos nosotros para que nos representen y todos se reproducen en el cargo. Pero, cuidado: también conocemos ejemplos de lo contrario, de lo que en función de su exigüidad llamamos excepciones. ¿Serán realmente honestos?
Le recomiendo, entonces, que no se deje llevar por el fácil recurso a las generalizaciones indebidas, ligeras; especialmente si sufre de desencanto crónico. Y que dude y sospeche del sentido común, porque se ha vuelto mentiroso. Sobre todo por lo que voy a decirle ahora.
Tiempo atrás yo condenaba más rigurosamente a quienes compran y manipulan voluntades valiéndose de su poder y su posición que a quienes son comprados por aquéllos. Pero cada vez estoy más convencido de que existe un inmenso y creciente ejército de reserva constituido por corruptos vocacionales a la espera de un ofrecimiento tentador.
CARLOS SCHULMAISTER (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Profesor de Historia