Es tiempo de frío, de gas caro, de boletas amenazantes y de no querer ni ver cuánto pagaremos de gas cuando llegue el mes de más bajas temperaturas. Y me vino a la memoria un tiempo en que pelear con el frío era tarea cotidiana durante las horas del día, pero cuando se hacía de noche no había más remedio que taparse hasta la cabeza. Era más una cuestión de peso que de efectividad a la hora de dar calor, porque hoy una frazada puede mucho más que tres o cuatro juntas de las que se usaban en otros tiempos.
Y si bien para muchos es una imagen lejana, tal vez nunca vista, para otros tantos es parte aún de la realidad cotidiana. A la hora de pelear contra el frío vale todo; mire si vale todo que, en uno de los viajes a Clemente Onelli, vi cómo los vecinos que no podían pagar el gas de red se calefaccionaban con bosta de caballo o viejos zapatos, que duran más en el fuego y en una salamandra no generan humo.
Vi ese pueblo que apenas a medias podía disfrutar del gas natural a pesar de que el gasoducto pasa a menos de 500 metros. Algunos lo tenían en la puerta y no podían pagar las conexiones de la calle al interior de sus casas. Vaya ironía ¿no? y pasaron algunos años desde aquel viaje y la situación no cambió demasiado. Un amigo que visitó el pueblo hace poco me dijo que las penurias siguen y que la bosta de caballo escasea porque la usan para los calefactores caseros.
Ese pueblo es, podría decirse, un pueblo sin basural, porque prácticamente todo lo que se descarta sirve para la calefacción, porque con quince o veinte grados bajo cero no hay plan calor que alcance en casas tan precarias que parecen un colador y donde el frío hace estragos.
Pero a la hora del frío vale todo, aunque sea peligroso, porque muchos de los métodos que se utilizan para la calefacción son realmente peligrosos.
Pero cómo se hace para decir esto sí o esto no cuando las casas son heladeras enormes imposibles de habitar, cuando optan por dormir todos juntos en una cama de dos plazas, un poco por la pobreza misma y otro poco por el frío. Todos juntos suman calor, grados de temperatura que pueden significar nada más ni nada menos que sobrevivir en cada noche de invierno.
Recuerdo que en mi infancia el mejor calefactor era un brasero, sí, un peligroso brasero que tal vez muchos jamás vieron, pero que daba calor apenas en las piernas y que se ponía debajo de la mesa a la hora de la cena, cuando más frío hacía. Eso sí, obligaba a abrir una ventana por el monóxido.
Ni hablar de cuando nos tocaba bañarnos. El gas era palabra prohibida, así que el calefón era a leña; había que hacer fuego, esperar que el agua se calentara y entrar al baño de inmediato, desvestirse rápido y ducharse en minutos.
Cuando era tiempo de cobro, cuando se podía, cuando el bolsillo lo permitía, se compraba una botella de alcohol de quemar, se ponía en un plato enlozado y se encendía. Creo, después de años, que no calentaba nada, pero nos daba la sensación de que estábamos en el paraíso.
Para muchos enfrentar el frío es tarea no tan dura como la que a diario por ejemplo ponen en práctica en la Región Sur.
A la hora del frío no valen los subsidios ni las promesas sino lo que se tiene a mano para estar apenas un poquito más calentitos. Es que el frío paraliza y paraliza mucho más cuando las temperaturas están por debajo de los diez grados bajo cero, como es habitual en parte de este territorio patagónico.
Pelear con el frío es parte de la vida cotidiana de cada uno, sólo que en muchos casos se convierte en una lucha desigual. Tan desigual que para muchos esa pelea pasó a ser una anécdota graciosa, aunque el frío llegara hasta los huesos y no alcanzaran las frazadas para combatirlo.