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Con la posible excepción de aquellos inversores que tienen motivos para celebrar el aumento del valor de las acciones de una empresa que acaba de echar a la calle a decenas de miles de personas, todos se sienten angustiados cuando, de resultas de una recesión, comienza a subir con rapidez el índice de desocupación. Puede entenderse, pues, el desconcierto que se apoderó de los españoles al enterarse de que según las cifras oficiales ya había más de cuatro millones de personas sin trabajo, la cifra más alta de la historia en un país habituado a tasas estratosféricas de desempleo, y que en los meses próximos la situación podría empeorarse todavía más. Como es natural, temen que el fenómeno estimule la delincuencia y dan por descontado que tendrá consecuencias sociales y políticas graves. Los más alarmados son, cuando no, los inmigrantes, entre los cuales el índice de desocupación ya ha alcanzado el 28%. En un intento de tranquilizar a los xenófobos, el gobierno español está tratando de convencer a los inmigrantes de regresar a sus países de origen, pero sucede que éstos también han sido golpeados por la crisis internacional. Asimismo, todos los días siguen llegando inmigrantes clandestinos procedentes del África y del Medio Oriente: por malas que sean las condiciones que les esperen en España, las imperantes en sus propios países son decididamente peores.Los españoles no son los únicos que se sienten preocupados. En el resto de Europa, América del Norte y el Japón, además de los países subdesarrollados, el mercado laboral propende a achicarse por momentos, afectando tanto a profesionales experimentados como a obreros no calificados. Por lo pronto, la recesión no ha afectado mayormente a los estatales, pero de prolongarse mucho más los gobiernos no tendrán otra alternativa que la de tratar de privarlos de sus privilegios, lo que en países como Francia daría lugar a batallas campales. En Europa y Estados Unidos, los que dependen del sector privado ya están protestando por entender que mientras que ellos han visto reducirse drásticamente sus propios ingresos, sus compatriotas del sector público aún no han tenido que estrechar el cinturón. Por desgracia, combatir la desocupación masiva no es tan fácil como algunos políticos y sindicalistas dan a entender, ya que a menudo las medidas que recomiendan resultarían contraproducentes. Prohibir los despidos por seis meses o un año condenaría a muchas empresas a la bancarrota, de este modo aumentaría la tasa de desocupación. Asimismo, en los países relativamente ricos, como España, en que los “parados” pueden cobrar un subsidio estatal que conforme a las pautas tercermundistas es muy generoso, los costos supuestos por una suba abrupta del desempleo contribuirán a demorar la eventual recuperación. Puesto que está de moda luchar contra la crisis con “paquetes de estímulo” gigantescos, escasean los gobiernos que hayan vacilado en permitir que el gasto público, y con él la deuda, crezca a un ritmo vertiginoso, pero tarde o temprano les será necesario respetar ciertos límites.En muchos países desarrollados, la estrategia de los distintos gobiernos se basa en la convicción de que, siempre y cuando vuelva la confianza, la economía poscrisis se asemejará mucho a la de hace apenas un año, pero es posible que se hayan equivocado. En España, una proporción notable de los empleos de antes estuvo en la construcción, pero es poco probable que en los años próximos se produzca una nueva burbuja inmobiliaria, porque el país ya cuenta con una cantidad extraordinaria de viviendas desocupadas. Asimismo, en España y muchos otros países ricos, la población económicamente activa incluye a millones de personas que sencillamente no estarán en condiciones de competir contra sus equivalentes de Asia oriental, la India y, hasta cierto punto, América Latina, donde abundan las capaces de desempeñar funciones similares a cambio de ingresos que según las normas primermundistas son irrisorios. He aquí el desafío principal que en un mundo globalizado tendrán que enfrentar los profesionales y trabajadores de países acostumbrados a salarios elevados que sólo se justificarían si estuvieran llamativamente mejor preparados, más aplicados y por lo tanto más productivos que los demás. Desgraciadamente para muchos, no lo están.
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