La constante apelación al sonsonete de la "distribución de la riqueza" por parte del gobierno nacional en cuanto acto político, inauguración o conferencia de prensa se presente, y en las groseras modalidades asistencialistas en que de hecho se formula y realiza, es un mero recurso propagandístico instalado en el espacio existente entre la ingenuidad y la escasa cultura cívica y política de la ciudadanía, por una parte, y el feroz y desembozado maquiavelismo de aquél.
Sin considerar, en principio, la desacertada priorización del distribucionismo frente a la realmente importante y prioritaria variable productiva de excedentes como resultado de un desarrollo económico integral, y no de políticas fiscales exacerbadas con criterio oportunista y coyuntural, lo que la población cada vez soporta menos es la manipulación desfachatada de los mecanismos utilizados con tales fines, toda vez que como emblemático régimen personalista y populista las medidas de promoción públicas y sectoriales son simples dádivas del César que "ama a su pueblo" y que por eso exige ser amado por éste.
Las dádivas producen apoyos clientelares con los cuales el sistema populista necesita plebiscitarse continuamente en el escenario de las calles y las plazas de la república, gestionando la presentación de los cuerpos como el fundamento de la democracia, en desmedro de la racionalidad institucional. Por eso, quienes no se movilizan para los actos oficiales serán convertidos en enemigos, en los otros, en la oposición. En consecuencia, el gobierno gobierna para los suyos, esos que son los "buenos".
El populismo no existe si la correcta distribución de la riqueza está institucionalizada como política de Estado correspondiente al derecho político de todos los ciudadanos, y no como beneficencia ni regalo paternalista para amigos y entenados, clientes y favorecedores.
Los conocidos mecanismos distribucionistas de que hace uso y abuso el gobierno nacional no cuentan con controles públicos eficaces, y menos aún con racionalidades republicanas a su base, lo cual desnaturaliza tanto los mecanismos como los sistemas de control en base a la hegemonía del número de los representantes oficialistas en el Congreso y en otros institutos jurídicos.
Este estado de cosas no convalida, sin embargo, los pensamientos contra la democracia formal sobre la base del no funcionamiento debido de la democracia real. La primera, es sabido, se halla sujeta, en principio, a las fluctuaciones de las opiniones y los vaivenes de los acuerdos y las negociaciones entre fracciones e intereses diversos de la sociedad, representados políticamente en los tres poderes del gobierno.
La raíz de los fracasos no se halla en los mecanismos formales, cuya eficacia estaría asegurada en la mayoría de los casos si no fuera porque las crisis terminales se configuran en el plano de la ética y la moral individual y social de representantes, funcionarios, empresarios, instituciones y fracciones sociales -con honrosas excepciones, por cierto-, ámbito íntimo y personal donde se originan las acciones desnaturalizadoras de la política, entendida como sistema de gestión social de los intereses colectivos de un país.
De los fracasos y manipulaciones de los mecanismos formales de la vida política y de sus consecuencias desastrosas en los campos político, económico y social se puede volver. La Argentina ha vuelto muchas veces de la decadencia globalmente considerada del sector público y de la vida institucional, aun cuando no sepamos explicarnos cómo lo hemos logrado, siendo que somos especialistas en fracasos recurrentes, es decir, los mismos de siempre.
Pero de lo que cuesta mucho volver es del fracaso de "lo político", entendido como dimensión estructurante del ser y la personalidad del hombre moderno, especialmente en la etapa de la globalización, la cual no es una política hegemónica sino un tipo de desarrollo histórico del sistema capitalista, y ello es así puesto que los fracasos continuados minan las disposiciones proactivas de los individuos, de los grupos y de la sociedad misma en torno del bien común; lo cual, a su vez, provoca que la esperanza individual y colectiva como motor de la vida social tiende a agotarse en contextos permanentemente hostiles, matando de raíz la voluntad necesaria para recomponer la política también fracasada, mediante el arbitrio de reparar el plano de la acción institucional toda vez que exista un gobierno que decida acometer esa tarea.
Por eso mismo, las crisis políticas y económicas no se pueden solucionar por más ingeniosos dispositivos jurídicos que se inventen, por más programas sociales que se creen, por más bellos y emotivos discursos inaugurales que se pronuncien y por más propaganda política creativamente diseñada si los componentes morales de la ciudadanía se hallan enfermos o próximos a morir.
Por todo lo dicho, esta variable psicosocial de carácter estructural que suele presentarse con las características señaladas por obra de las variables políticas y económicas, una vez que se ha constituido refuerza también la crisis de estas últimas.
Cuando se llega a este estado de decadencia, la inexorable crisis final del sistema -algo que habitualmente no se considera posible y que suele reprocharse desde el gobierno como visiones apocalípticas de los enemigos de la patria- se hallará peligrosamente cerca.
Si eso llega a producirse, ¿a quién responsabilizaremos esta vez?
CARLOS SCHULMAISTER (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Profesor de Historia