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Hace veinte años apareció un libro que se constituiría pronto en punto de referencia inexcusable en los análisis de la política mundial. Titulado "The Rise and Fall of the Great Powers" (con reminiscencia del clásico de Edward Gibbon sobre el ascenso y la caída del Imperio Romano) este trabajo fue traducido a 23 idiomas, y puso a las ideas del historiador inglés Paul Kennedy en la discusión obligada de los especialistas en problemas internacionales. La tesis del autor sobre una posición precaria de la superpotencia norteamericana era entonces audaz, soportó críticas y hasta dicterios, pero los años transcurridos desde la primera edición parecen estar confirmando sus avisos. En la semana anterior a la asunción de la presidencia por Obama y en la misma línea de aquel trabajo, Kennedy publicó en el "The Wall Street Journal" una nota con título "El poder americano en decaída" en la que actualiza su análisis sobre las circunstancias internas y exteriores del país. Lo que está pasando con la economía global es muy serio, dice el antes investigador de la London School of Economics y actual profesor en Yale, y aunque los perjuicios sean generales, el perdedor mayor es el Tío Sam. Las razones son varias. Una es el extraordinario déficit fiscal que, sumados los "estímulos fiscales" en curso desde los últimos días de la gestión Bush, alcanzará la astronómica suma de 1,2 trillones (doce ceros) en el 2009. Esto es algo que habla de una declinación relativa de América. Su dependencia de inversores extranjeros parece aproximarse a la situación histórica de endeudamiento que tuvieron el reino de Felipe II de España o el de Luis XIV de Francia. Habrá de financiarse con bonos del Tesoro, pero ¿quién comprará esos bonos? El candidato es China, pero ese país ya ha adquirido bonos por cifras siderales y ha empezado a ver con preocupación el daño producido en sus inversiones, en tanto a los estadounidenses les aflige su dependencia creciente de un rival cuya producción sigue creciendo mientras la de su país se encoge. Otra razón es la carga que representan los compromisos y despliegues militares que el país se ha echado a las espaldas. Claramente está manifestando lo que antes, en su libro de 1987, ya calificó de "sobreexpansión imperial" ("imperial overstrecht"). La nación deberá enfrentar serios desafíos y el nuevo ocupante de la Casa Blanca, "carismático y sumamente inteligente", tendrá una labor muy complicada en circunstancias peores de las que enfrentó Estados Unidos desde 1933 a 1945. Pero el país, resalta el autor, posee tremendas ventajas comparadas con otros grandes: su demografía, la relación tierra-gente, materias primas abundantes, universidades y laboratorios potentísimos, una flexible fuerza de trabajo, etc. Esas fortalezas fueron oscurecidas durante casi una década de irresponsabilidad política en Washington, voracidad rampante en Wall Street y costosas aventuras militares. América no volverá a tener la preeminencia de los tiempos de Eisenhower. El poder tectónico global se inclina hacia el Asia y es muy difícil revertir -aunque pudiera lograrse mediante políticas esclarecidas un aterrizaje relativamente suave- esa tendencia de los hechos pesados de la política, la demografía y la economía. En un panel de especialistas se discutió recientemente -incentivado por un "paper" del National Intelligence Council que predice que en 15 años América será un "poder menos dominante"- el tema de cuánto dura la vida de un imperio y entre sus conclusiones se leen cosas que, aunque discutibles, son interesantes. Coinciden en que la historia muestra que desde que la nación-Estado fue inventada hacia el año 1500, una sucesión de países han tomado turnos en posicionarse hegemónicamente. Primero España, luego Francia, más tarde Inglaterra y finalmente Estados Unidos. Cada turno ha durado alrededor de 150 años. De modo que -y ésta era la preocupación de los panelistas- el país norteamericano ahora en la cima podría, dado que su predominio mundial comenzó hacia 1920, esperar que su liderazgo dure hasta aproximadamente el 2070. Hubo otras coincidencias, entre ellas la de que cada turno de nación como hegemónica llega a su fin cuando ella se haya sobreextendido militarmente, económica y políticamente. Mayores y cada vez más duros esfuerzos se requieren para mantener la posición de número uno y finalmente la sobreextensión se convierte en tan extrema que la estructura colapsa. Ya podemos ver, se dijo, que la postura americana actual muestra claros síntomas de sobreexpansión: por ejemplo, el presupuesto del 2009 para la defensa es de 655.000 millones de dólares frente al de China que es de 70.000 y el de Rusia que es de 50.000 millones. Y finalmente, a la pregunta de qué nación tendrá el próximo turno, el candidato fue China, sin olvidar posibilidades de la India y hasta del Brasil. Hay una voz nueva en materia de geopolítica mundial que despierta ecos. Parag Khanna, un joven brillante nativo de la India pero influyente en Estados Unidos, donde asesora al nuevo presidente y se ha constituido en una usina de ideas, comparte -aunque no piensa tanto en declinación como en realineamiento- la opinión de Paul Kennedy sobre el deterioro, por sobrecarga de empeños, de la posición dominante del país. Aporta otros hechos de índole social para un relativo pesimismo: además del endeudamiento, alude a la desigualdad creciente, su alta tasa de criminalidad y el bajo nivel medio de instrucción. Publicado antes de la explosión de la crisis financiera, ha afirmado que "el sueño unipolar de los neoconservadores" se ha desvanecido y especulado en el sentido de que un grupo de superpotencias -Estados Unidos, Unión Europea y China- se constituirán en una tríada hegemónica, tres imperios no necesariamente rivales y quizá en armonía cuando madure el siglo que vivimos. HÈCTOR CIAPUSCIO (*) Especial para "Rìo Negro" (*) Doctor en Filosofía
HÈCTOR CIAPUSCIO |
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