Los peruanos tenemos una afición: inventamos dictaduras. En los setenta, cuando toda América Latina padecía sangrientas dictaduras de derecha, el Perú tuvo una de izquierda: la del general Juan Velasco Alvarado, un militar que expropió los medios de comunicación y decretó la reforma agraria, al que Hugo Chávez ha mencionado como un inspirador. En 1972, Fidel Castro le veía más futuro a la revolución de Velasco que al experimento de Allende. Veinte años después, mientras todos los países de la región estrenaban democracias liberales, Alberto Fujimori inventó la dictadura liberal.
Su rostro era mucho más amable, por supuesto, que el del dictador común. Fujimori siempre sonreía. Siempre parecía tener todo bajo control. Siempre estaba en la televisión. Podía liderar a un batallón de rangers en el asalto a una embajada. O pasear entre sus cadáveres, también frente a las cámaras. O bailar una tecnocumbia titulada El baile del Chino. O inaugurar colegios en zonas apartadas del país. Fujimori siempre estaba cerca, siempre estaba por todas partes.
Por eso, para la opinión pública del país, el mayor impacto del proceso contra Fujimori no ha sido la sentencia, sino el juicio público televisado. Durante diecisiete meses, el ex presidente ha protagonizado el reality show más candente de la televisión peruana. Ha tenido un careo y un intercambio de sonrisas con su oscuro asesor Vladimiro Montesinos, vestido de Dior y seguro de sí mismo. Ha reído con las anécdotas de sus escoltas, que aseguraban haberlo espiado por la cerradura de su dormitorio. Y sobre todo, por primera vez, ha escuchado los testimonios de los sicarios encargados de los asesinatos y desapariciones. Y con él, todo el Perú.
En cierto modo, no era nuevo. Las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, que dejaron 25 muertos en 1991 y 1992, y el secuestro de un periodista y un empresario en 1992, aparecieron en la prensa de esos años, como muchos otros atentados contra los derechos humanos. Pero las denuncias se diluyeron en el aluvión de prensa amable pagada con fondos públicos y en un poder judicial convenientemente descuidado. Los acusados fueron condenados pero amnistiados un año después. Y Fujimori les envió una tarta por su aniversario.
En cambio, esta vez, antes de declarar al acusado culpable de los delitos de homicidio calificado y asesinato con alevosía, lesiones graves y secuestro, el proceso ha pasado revista a los sistemas de aniquilamiento del gobierno. Los sicarios han detallado frente a las cámaras cuándo y dónde entrenaban, y cómo realizaron cada una de sus sangrientas misiones. Han contado cómo mataron a un niño. En respuesta, el otrora sonriente Alberto Fujimori se ha derrumbado en las pantallas de todo el país: ha perdido los nervios. Se le ha hinchado un pie. Ha asegurado que no sabía nada y que además protegió los derechos humanos de todos los demás peruanos. Y ha acuñado una frase para la historia: "Yo tuve que gobernar desde el infierno".
A nivel nacional, enfrentarse a la propia memoria de ese modo cierra heridas, porque emite un mensaje claro por parte del Estado: "Vamos a juzgarte si eres terrorista y vamos a juzgarte si eres el presidente. Este Estado no quiere que la gente se mate, simplemente". La legitimidad moral de la sentencia estriba en que no es una venganza, sino un juicio justo. Fujimori ha recibido lo que sus víctimas no tuvieron: la posibilidad de defenderse.
De cara a la región, la sentencia es una oportuna señal de madurez democrática ahora que los Estados Unidos tantean una apertura hacia Cuba. Varios presidentes latinoamericanos han expresado su deseo de que termine el embargo comercial contra la isla, que en definitiva es una advertencia permanente para todos los demás. Y, por otro lado, se ha creado un organismo de cooperación militar sudamericano. Gradual pero firmemente, América Latina da pasos hacia una independencia institucional de los Estados Unidos. La mayoría de edad política de un país llega cuando puede proteger su democracia sin injerencias externas. La condena contra Fujimori establece que los trapos sucios se pueden limpiar en casa y limpiar bien.
Todo un avance respecto de 1998, cuando fue necesaria una orden de arresto de España para activar a la Justicia chilena a abrir procesos contra Augusto Pinochet. Entonces, sus seguidores en Chile consiguieron presentar su caso como una afrenta contra la soberanía. Pinochet volvió a su país y pasó años fastidiosos pero no fue condenado en un juzgado.
Aun hoy en día, las instancias internacionales para juzgar crímenes de lesa humanidad enfrentan graves dificultades: el presidente de Sudán, Omar al Bashir, hace una gira internacional desafiando la orden de arresto del Tribunal Penal Internacional, que lo considera responsable de la muerte de 300.000 personas en Darfur. Y Estados Unidos entrega a Francia al ex dictador Manuel Antonio Noriega. Por cierto, Estados Unidos, tampoco reconoce la jurisdicción de la Corte Internacional. Más aún, el gobierno de Bush condicionó las ayudas al desarrollo en América Latina a la firma de acuerdos garantizando inmunidad para sus ciudadanos. En la búsqueda de una instancia fiable para juzgar los atentados contra los derechos humanos, Perú se puede permitir la fórmula más simple: "Hazlo en casa".
El primer proceso por crímenes de lesa humanidad contra un presidente electo cierra así un debate jurídico. Pero para los fujimoristas, abre otro: si se puede juzgar presidentes, ¿por qué no juzgar a Alan García también? De hecho, durante su gobierno de los años ochenta se registraron más víctimas de la violencia que durante los años de Alberto Fujimori, según el informe de la Comisión de la Verdad. Sus defensores se preguntan: ¿son los crímenes de una democracia menos crímenes que los de una dictadura?
La sentencia cierra la discusión con un argumento: Fujimori no es el único que ha dirigido Estados violentos, pero es el único al que se le ha probado personalmente la organización o, por lo menos, el apoyo total a una estructura paramilitar dedicada a la desaparición: un escuadrón de la muerte. En ese sentido, Fujimori está al nivel de Pinochet o de la cúpula militar argentina.
En cambio, los gobiernos actualmente más autoritarios de Sudamérica, Colombia o Venezuela, no son comparables con el de Fujimori. Muchas de sus actuaciones en temas de derechos humanos y libertades fundamentales son graves. Pero también son cuestionadas. Están sujetos a muchos más controles de los que tuvo Fujimori, aunque pueden estarlo a más.
Uribe goza de un gran apoyo popular, pero su terrible registro de denuncias por derechos humanos ha envenenado su relación con la nueva administración demócrata. Fujimori era más osado. En su momento, directamente rompió con los tribunales internacionales acusándolos de exaltar el terrorismo. Y corrió a anunciarlo en un reality show del mediodía. Otra cosa que Fujimori no hacía es perder elecciones. Chávez, en cambio, puede perder referendos. No siempre es democrático ganar una votación. Pero siempre es democrático perderla.
En lo que sí precedió Fujimori a la retórica del líder latinoamericano -o del caudillo, según se mire- es en su uso de la televisión. Uribe desde el principio de su mandato televisaba sus concejos descentralizados. Chávez tiene un programa propio. Mucho antes, Fujimori sabía que era necesario ser un ´action man´ en escena, que la legitimidad se ganaba frente a las pantallas. Fujimori fue el primer gobernante autoritario de un momento sin ideologías y, en muchos países, sin partidos políticos, pero con televisores. Convirtió al Ejército y a la televisión en las dos bases de su gobierno, y con ellas le pintó una fachada democrática y legal a su gobierno. A la larga, como ha demostrado el impacto de su juicio público, sus mayores descubrimientos se convertirían en su cadalso.
SANTIAGO RONCAGLIOLO (*)
El País Internacional
(*) Escritor peruano. Su último libro publicado es Memorias de una dama (Alfaguara).