Nadie debe esperar la crisis tan temida. Ya está entre nosotros. Nadie sabe cuándo empezó pero tenemos una certeza: su epicentro estuvo en los EE. UU. y explotó en setiembre pasado cuando la empresa Lehman Brothers anunció una quiebra del orden de los 70.000 millones de dólares. La administración Bush reaccionó con fidelidad a sus convicciones: empresa que quiebra no afecta al Estado, desaparece del mercado, aunque golpea duro a la sociedad. El efecto dominó de una bancarrota de esta magnitud no hizo esperar sus consecuencias en todo el planeta. Ningún truco contable será capaz de disimular la brutal contracción de la economía real que nos espera.
La administración Bush puso en práctica el primer rescate imaginario inyectando al mercado diez veces la cifra de la quiebra. El presidente Obama lo consideró insuficiente y pidió una cifra todavía mayor. Tampoco alcanza.
Todo el planeta, seis meses después de aquel setiembre, está afectado por la recesión norteamericana. La locomotora del mundo no impulsa, peor todavía, devuelve los vagones al sótano.
Los hombres más ricos del mundo pierden fortunas colosales. El mexicano Slim comprueba que el valor contable de sus activos ha descendido 10.000 millones de dólares. El norteamericano Bill Gates ha visto reducida su fortuna en el doble. El señor Smith que ya no puede pagar la hipoteca de su casa, que será rematada, se fue a vivir a la casa de sus suegros que felizmente habían podido pagarla durante los treinta años pasados.
El señor González que trabajaba diez horas diarias en la cafetería del señor Park, en Cincinatti, fue despedido y ahora no puede enviar los 400 dólares destinados a su familia en Nicaragua. Ahora la cafetería es atendida por el señor Park y su mujer, que ya tampoco podrá mandar a su hijo a la universidad a pesar de los ahorros de los últimos diez años.
Así son las crisis: todos pierden, unos más y otros menos, pero la vida cotidiana de Slim y Gates no cambiará.
La cotidiana es la única vida que tenemos los que no somos Slim ni Gates. Las otras vidas que podemos vivir más temprano que tarde nos devuelven en las madrugadas y atardeceres a nuestras relaciones sociales, a nuestra identidad profunda.
Recordemos la última crisis en el 2002. La devaluación del peso alrededor del 400% (el nivel del dólar ahora siete años después) duplicó en un mes el índice de pobreza, desde un estimado de 30% de la población a un 60%. "El que depositó dólares -decía el entonces presidente- recibirá dólares". No fue así, pero faltaba lo peor: la angustia, el desarraigo de los sectores más vulnerables, de los que no tenían dólares sino dolores: los jubilados, trabajadores informales, madres jefas de hogar, adolescentes marginales, jóvenes sin rumbo, la mitad del país. Duplicó la pobreza, multiplicó la desigualdad fuera de toda estimación cuantitativa.
Dos preguntas: ¿cómo se enfrenta una crisis de esta magnitud ahora económica, mañana social y pasado mañana política? ¿Tenemos futuro sin evitar el abismo?
Como siempre ocurre y ahora mismo en los EE. UU., algunos consideran la crisis como una bendición de los dioses; como los ejecutivos que se atiborraron de dólares, decenas de millones para cada uno provenientes de la contribución de los ciudadanos. O el presidente de la Ford Company que gana 13 millones dólares anuales, es decir un millón mensual, 200.000 por día hábil o 30.000 la hora.
Vivimos en una sociedad desigual en una región que registra la mayor desigualdad del planeta. La desigualdad no está sólo en los ingresos sino en el acceso a bienes públicos como la vida misma, la salud o la educación.
La crisis puede ser una oportunidad colectiva si asumimos que por esta vez no sean los más vulnerables los que la paguen.
Una sociedad desigual y que aspira a construir una que sea decente tiene sólo dos opciones: profundiza la desigualdad convocando a que cada quien se suba a los botes, como en las catástrofes marítimas, o bien enfrenta la crisis que no provocamos con dignidad en el marco de la república y la democracia enarbolando la bandera de la solidaridad. No podemos profundizar ni mantener estos niveles de desigualdad.
A veces, y no únicamente por razones morales, la desigualdad no se corrige con igualdad sino con otras desigualdades como ocurre con la política de género o tributaria. El tributo menos equitativo es el IVA, el más equitativo es la contribución sobre la propiedad territorial cuando la ponderación es correcta. ¿No debería gravarse la herencia?
Vivimos una etapa de capitalismo obsoleto más que salvaje, incapaz de sostenerse por sí mismo. Ésta es, escribí tiempo atrás, la hora del Estado. No implica abolir los mercados sino evitar que se autodestruyan y nos arrastren a todos consigo, multiplicando las desigualdades hirientes; necesitamos revalorizar lo público, desde el transporte hasta la salud, pasando por la educación y el medio ambiente.
Precisamos un nuevo modelo de desarrollo como sostienen sin pudor algunos políticos que recién descubren, medio siglo después de Frondizi y Prebisch, que no es lo mismo crecimiento económico que desarrollo. Claro que no es lo mismo: es un estilo de vida social el que nos desafía. Y en ese estilo debemos compatibilizar el máximo de libertad individual con el máximo de responsabilidad social. El máximo de innovación científico tecnológica con el mínimo de rutina. El máximo de solidaridad con el mínimo de egoísmo. El nuevo modelo está en construcción y no espera.
FRANCISCO DELICH (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado, sociólogo y docente universitario