Como era de prever, las cumbres celebradas primero por el G 20 en Londres y poco después por la OTAN en Estrasburgo, con la asistencia en ambas del presidente norteamericano Barack Obama, sirvieron de pretexto para manifestaciones violentas protagonizadas por "anarquistas" y otros que, para subrayar su hostilidad hacia el mundo actual, se dedicaron a provocar desmanes. Tanto en Londres como en Estrasburgo, los acompañaron varios miles de personas pacíficas que se afirmaban indignadas por la crisis económica, por la voluntad de los gobiernos de rescatar a los bancos, por los cambios climáticos, por la globalización y por las guerras de baja intensidad que están librándose en Irak y Afganistán. Pero si bien los manifestantes no dejaron duda de que no les gustaban para nada ciertas cosas, muy pocos parecieron haber pensado en cómo serían los efectos concretos de lo que es de suponer recomendaban.
Aunque en Europa y en el resto del mundo se ha generalizado el malestar que a ojos de muchos brinda una pátina de legitimidad a las protestas violentas contra "el sistema", hasta ahora ninguna organización política ha logrado aprovecharlo para plantear una amenaza al statu quo. Si bien en Francia la ultraizquierda ha subido en las encuestas de opinión y en todas partes agrupaciones derechistas están procurando presentarse como alternativas a los partidos centristas tradicionales, sus esfuerzos en tal sentido han sido menos exitosos de lo que muchos temían. Fue por eso que durante la reunión del G 20 quienes participaron no se creyeron obligados, a diferencia de lo que sucedió en ocasiones similares anteriores, a jurar que entendían muy bien los motivos por el que algunos se sentían tan enojados que les resultaba irresistible salir a la calle para atacar comercios, bancos y hoteles, además, claro está, de los policías que trataban de mantener un mínimo de orden.
En otras épocas, una crisis económica tan grave y tan desconcertante como la actual hubiera hecho creer a los revoltosos que el mundo entero estaba en vísperas de una revolución y que por lo tanto deberían esforzarse por apurarla, pero desde el derrumbe del "socialismo real" hasta los fieles a las doctrinas de Marx, Lenin, Mao y compañía parecen entender que sólo se trata de una fantasía, que aun cuando lograran dinamitar el orden vigente éste no tardaría en recomponerse. Los que se regodean con el "fin del capitalismo" no creen que esté por surgir un esquema radicalmente nuevo sino, a lo sumo, una variante levemente modificada, con regulaciones financieras más firmes, del sistema ya existente, o sea, de un cambio que hubiera merecido el desprecio de los revolucionarios de otros tiempos.
Puesto que en el siglo XX los partidarios de "alternativas" al capitalismo democrático mataron a más de cien millones de personas, muchas de ellas en campos de concentración, el que casi todos den por descontado que las eventuales reformas del sistema serán forzosamente limitadas ha de ser motivo de alivio, pero esto no quiere decir que la gran crisis que ha estallado no tendrá un impacto social y político negativo. Aunque los disturbios que se han registrado últimamente en Europa han sido obra de una minoría pequeña, podrían alcanzar dimensiones mayores en adelante si una proporción sustancial de los habitantes de los distintos países llegara a la conclusión de que sus gobernantes, en combinación con una pequeña elite económica, no toman en cuenta los intereses de los demás. También se da el riesgo de que gobiernos alarmados por la hostilidad popular hacia ciertos sectores opten por procurar apaciguar a sus críticos tomando medidas que con toda seguridad resultarían contraproducentes para el conjunto, como las supuestas por el proteccionismo o por la voluntad de asumir una actitud punitiva frente a los financistas. Por lo pronto, hay motivos para suponer que han exagerado quienes dicen creer que a ciertos países desarrollados, entre ellos Francia, les aguardan disturbios en escala masiva y que a algunos subdesarrollados les esperan convulsiones destructivas que los depauperarían todavía más, pero si lo que ya se llama la Gran Recesión se profundiza, la frustración provocada no sólo por la crisis misma sino también por la ausencia de alternativas convincentes podría tener consecuencias luctuosas.