Por razones no sólo ideológicas sino también prácticas, al gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner le ha gustado mucho la propuesta china de que el dólar estadounidense deje de ser la moneda de referencia internacional. Fue por eso que el Banco Central festejó el acuerdo con su equivalente chino según el cual la Argentina dispondrá de hasta 70.000 millones de yuanes que, si bien de manera indirecta, ayudarán a robustecer las reservas, mientras que los chinos accederán a 38.000 millones de pesos. El intercambio de monedas está destinado a reducir los riesgos de que el dólar pierda valor si Estados Unidos experimenta un brote inflacionario violento como resultado de las medidas que está tomando el gobierno del presidente Barack Obama para reactivar la economía, pero lo que comenzó siendo una buena noticia para el gobierno no tardó en provocarle un dolor de cabeza. Asustó tanto a los lobbistas industriales que el titular del Banco Central, Martín Redrado, tuvo que explicarles que sólo se trataba de una operación financiera, no de un acuerdo que nos dejaría sin defensas frente a la tan temida "invasión china".
La preocupación que sienten nuestros "capitanes de la industria" puede entenderse. Aun cuando el arreglo financiero con China no haya modificado nada, es virtualmente inevitable que en los meses y años próximos les resulte cada vez más difícil mantener a raya los productos del gigante asiático. Al reducirse el consumo en los mercados ricos de América del Norte y Europa, los fabricantes chinos no tienen más alternativa que la de redoblar sus esfuerzos por penetrar en los demás países que, sumados, conforman un mercado apetecible. Para enfrentarlos, los empresarios locales harán lo posible por obligar a sus respectivos gobiernos a tomar medidas proteccionistas, pero si lo hacen podrían exponerse a sanciones. En la reunión del G20 en Londres en la que participó nuestra presidenta, todos coincidieron en que el proteccionismo constituye una amenaza muy seria al comercio internacional y que por lo tanto hay que asegurar que no se repitan los errores que tanto contribuyeron a provocar y a prolongar la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Asimismo, entre los especialistas hay un consenso en que los beneficios iniciales que podrían producir las barreras contra las importaciones supuestamente desleales son menores en comparación con las desventajas a largo plazo, ya que en la mayoría de los casos las economías cerradas pierden competitividad hasta tal punto que cualquier apertura tendría consecuencias devastadoras. Nuestra experiencia en tal sentido ha sido aleccionadora. Períodos signados por una panoplia de medidas proteccionistas en que los consumidores tuvieron que conformarse con productos a menudo de calidad mediocre y precios inflados han alternado con otros en que "la invasión" de bienes importados ha aplastado a sectores de la industria nacional, sin que ningún gobierno haya conseguido encontrar una solución para el dilema así supuesto.
El problema sería menos grave si el grueso de los fabricantes hubiera aprovechado los años del "viento de cola" para hacerse más eficiente y, desde luego, más competitivo, pero si bien algunos lo han hecho, parecería que demasiados se limitaron a disfrutar de una etapa que sabían sería breve sin arriesgarse invirtiendo mucho dinero y esfuerzo en modernizarse. En vista de la inestabilidad crónica de nuestra economía, tal actitud no extraña. Asimismo, los empresarios podrían señalar que, aunque hubieran hecho todo bien, seguirían siendo escasas sus posibilidades de competir en pie de igualdad con los chinos que, además de pagar salarios bajos, cuentan con las ventajas que les brinda una población enorme que es célebre por su diligencia, por su voluntad de aprender y por su capacidad para incorporar las tecnologías más avanzadas, lo que les ha permitido competir exitosamente no sólo con sus rivales de países emergentes como el nuestro sino también con los del mundo desarrollado. Así las cosas, tarde o temprano la industria local, como las del resto del planeta, tendrá que acostumbrarse a convivir con una superpotencia manufacturera capaz de producir casi todo cuanto necesitan los demás y venderlo a precios que los desplazados atribuirán automáticamente al "dumping".