Aproximadamente a la hora en que estábamos recordando otro aniversario de la muerte de mi padre, estaba muriendo Raúl Alfonsín.
Nosotros no lo sabíamos, y sin embargo, en ese momento de la misa en que se evoca (¿se convoca?) a los fallecidos, estábamos también conjurando otro hombre público, de bigotes y voz firme, que horas después honraríamos como hace tantos años este Alto Valle honró a Julio Dante Salto.
Imposible evitar los paralelos. Quizás es cierto que todo permanece, todo sucede al mismo tiempo y que presente -pasado -futuro con sus infinitas posibilidades, son una estructura de la mente. Quizás la cuántica es cierta. Quizás. Me gustaría sacar de mi alma más profunda, esa imagen de hombre quieto en un ataúd, pero presiento que me acompañará días y días, reviviendo aquella vez, en 1971.
Miraba al hijo de don Raúl, y le decía qué suerte que tuviste, tu viejo estuvo con vos en tu vida adulta, pudiste lograr ese diálogo que cuando ocurre es un pequeño milagro, cuando el padre asume que tiene delante una persona distinta a su imagen y semejanza y el hijo (la hija, yo) asume que tiene cosas que preguntarle, facturas que pasarle, explicaciones que dar y pedir? sí, tuviste suerte. Julio Dante Salto murió a los 55 años, se descompuso mientras atendía en su consultorio y a las dos horas se había ido. La muerte es siempre la muerte, pero aun en su irremediabilidad, el saber que ese otro querido está en tiempo de descuento, permite una elaboración amasada de lágrimas y amor, una lenta despedida. Cuando tu viejo es joven y se va de golpe, algo raro ocurre, algo como "esto no está pasando". Está pasando y listo. Y está pasando siempre.
Así que se superponen las imágenes, de pronto ese ataúd donde yace un hombre con una banda cruzada y un bastón de mando es un ataúd donde yace un hombre con chaquetilla de médico y la lapicera y el recetario en el bolsillo, y en el lento cortejo de quienes lo quisieron y los que no, cambian sólo las caras, o se trasmutan en las de antes, se convierten en ese y aquella, la vecina, el dirigente tal y cual?y el rostro desolado de mi madre y mis hermanos. Hubo entonces y ahora lágrimas y velas de mayúscula legitimidad, y cuando avanza por las calles estamos rumbo al cementerio flanqueados por cuadras de bicicletas, cientos y cientos de obreros y obreras de la fruta que quisieron ser su guardia de honor, a él que los atendía a cualquier hora, que los defendía como médico y como político y esa misma sensación de orfandad?
Qué año ese ´71. Qué cargado. Yo estaba estudiando y militando en Córdoba, y un llamado telefónico nos llevó a mi hermano Dante y a mí a desandar esos kilómetros interminables, para entrar a una iglesia donde un túnel humano se abrió para que llegáramos a ese terrible cajón cerrado. Y para nosotros dos, en la puerta del cementerio, se alzó esa tapa y él estaba como dormido, casi sonriente, y cuando puse un beso en esa frente fría algo mío se quedó allí.
Tres meses después, la dictadura de esos años me haría vivir el prólogo de la otra. Es raro cuando la vida viene tan acelerada, tan de guerra, que su ausencia fue seguida de la tortura y la cárcel casi sin intervalos y ya no sé por qué (por quién) gritaba, si por su muerte, por el dolor físico o por el otro, o todo junto se fundió en un año de pérdidas que aún ahora aparecen mezcladas en mis suelos. O mis pesadillas.
Estuve caminando por el bosque, ése del que le he contado tantas veces. Y cuando llegué al caminito que llamo "el túnel al cielo" -porque los tupidos pinos de corteza negra enmarcan un vacío que toma el color que tenga el día, y recién cuando vas llegando al final, empiezan a aparecer las bardas y las lejanas casitas-, delante de mío, lejos, caminaban dos personas. Y a medida que se acercaban al final, sus figuras a contraluz se difuminaban, se acercaban y alejaban y unían en la perspectiva y de golpe resaltaron contra el cielo azul y Julio Dante y Raúl salieron del túnel y no los vi más.
MARÍA EMILIA SALTO
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