De tomarse en serio lo afirmado por el primer ministro británico, Gordon Brown, gracias en buena medida a sus esfuerzos acaba de nacer "un nuevo orden" internacional, pero a juzgar por el acuerdo producido por los miembros del G 20 luego de una reunión breve en Londres se parecerá mucho al existente. Según el comunicado, en el "nuevo orden" no habrá lugar para el proteccionismo, los paraísos fiscales -entre ellos el de Uruguay-, serán "nombrados y avergonzados" para que dejen de ayudar a estafadores y evasores impositivos, y quienes manejen los fondos de inversión especulativos se verán obligados a respetar ciertas reglas aún no especificadas. En cuanto al billón de dólares que los asistentes se comprometieron a inyectar en el sistema financiero mundial, la mitad irá al Fondo Monetario Internacional que en adelante dispondrá de 500 millones más, triplicando así sus recursos. El motivo de tanta generosidad es evidente: se teme que los países más golpeados por la crisis sean los pobres y los "emergentes" de Europa central y oriental, además de América Latina y partes de Asia, los que como consecuencia podrían experimentar graves convulsiones políticas.
El que fuera tan positiva la reacción inicial de los mercados ante los acuerdos alcanzados en Londres puede atribuirse al alivio que sintieron los muchos que habían previsto medidas más duras que en su opinión hubieran demorado la eventual recuperación de las finanzas mundiales, que desde hace meses se ven trabadas por la falta generalizada de confianza. Últimamente han aparecido algunas señales promisorias en aquellos países cuyos gobiernos han probado suerte con "paquetes de estímulo" gigantescos y han reducido drásticamente las tasas de interés, como Estados Unidos, el Reino Unido y China, de que pronto se habrá tocado fondo, aunque en otros, como Alemania, que se han resistido a emularlos por miedo a impulsar la inflación, las perspectivas siguen siendo desalentadoras. Antes de celebrarse la cumbre londinense, los gobiernos de Alemania y Francia insistieron en dar prioridad a la regulación de todas las instituciones vinculadas con las finanzas, pero los "anglosajones" se negaron a aceptar lo que sospecharon era un intento apenas disimulado de asfixiar las dos plazas financieras principales del planeta que son New York y Londres en beneficio de Frankfort y París.
Los asistentes a la reunión del G 20 claramente entendieron que les era forzoso llegar a un consenso que sirviera para brindar la impresión de que la elite política mundial está en condiciones de impedir que la recesión degenere en una gran depresión. Si bien lo acordado por ellos no supondrá muchos cambios drásticos, el mero hecho de que las diferencias de enfoque no provocaran divisiones acrimoniosas entre quienes privilegiaban los "estímulos" por un lado y los más interesados en promover regulaciones severas por el otro, fue suficiente como para que todos pudieran felicitarse por haber firmado un documento "histórico" que, supuestamente, significará el comienzo de una etapa radicalmente nueva. Si a partir de ahora la economía mundial se estabiliza para entonces, hacia fines del año, reanudar el crecimiento, los del G 20 lo atribuirán a su voluntad de colaborar en la búsqueda de una solución global, pero en última instancia lo que suceda se verá determinado por las decisiones de centenares de miles de inversores, financistas y empresarios diseminados por el mundo, además, claro está, de las de centenares de millones de consumidores. En otras palabras, una vez más "los mercados" tendrán la palabra final. Para que sea positiva, será necesario que los distintos gobiernos comiencen a corregir los desequilibrios ocasionados no sólo por el endeudamiento excesivo de los norteamericanos y muchos europeos, sino también por los superávits enormes acumulados por países mercantilistas como Alemania, el Japón y China. Mal que bien, éstos no pueden prosperar a menos que otros compren sus productos, mientras que los países deficitarios no podrán continuar viviendo indefinidamente por encima de sus medios. Mientras no se encuentre la forma de salir del impasse así supuesto, las crisis económicas seguirán produciéndose, castigando tanto a los países cuyos gobernantes se enorgullecen de su rectitud fiscal como a los vituperados por su irresponsabilidad.