Para satisfacer las expectativas de quienes creen que las "cumbres" internacionales sirven para algo más que brindar a los asistentes una oportunidad para agregar una nueva foto de familia a su colección particular, los dignatarios que participen de la reunión del "G-20" -una especie de elite mundial que incluye a la Argentina- en Londres a comienzos de abril tendrían que aprobar un conjunto de medidas impactantes que parecerían suficientes como para impedir que el planeta se hunda en una depresión prolongada y asegurar que en adelante no haya más colapsos financieros. Lo más probable es que fracasen por completo. Aunque están obligados a hablar como si entendieran muy bien lo que está ocurriendo y lo que será necesario hacer para restaurar la normalidad, es decir, la situación imperante hasta comienzos del año pasado, todo hace pensar que comparten el desconcierto de los banqueros, ejecutivos de empresas gigantescas, inversores, dueños de acciones devaluadas y muchos más que en un lapso muy breve han visto esfumarse patrimonios que creían inmunes a los caprichos de los mercados. Es muy fácil decir que hay que reinventar el capitalismo, ambición ésta del presidente galo Nicolas Sarkozy, o coincidir con el primer ministro británico Gordon Brown acerca de la necesidad de comprometerse nuevamente con ciertos valores éticos tradicionales, pero hacerlo no es fácil en absoluto.
Los políticos del G-20 no son los únicos que tratan de creerse capaces de modificar el rumbo de la economía internacional para que no choque contra la Escila de la regulación asfixiante ni la Caribdis del descontrol brutal que puede depauperar a millones, privándolos de sus ahorros, sus ingresos y sus esperanzas. La mayoría de los habitantes de la Tierra quisiera que su futuro personal, y por lo tanto el de la sociedad de la que forman parte, fuera previsible.
Hasta hace muy poco, tanto en los países ricos como en los pobres que disfrutaban de una etapa de crecimiento vigoroso, estaba difundida la sensación de que por fin era razonable confiar en que, en términos económicos por lo menos, el progreso continuaría y que las crisis esporádicas no cambiarían nada fundamental. Si bien algunos siguen confiando en que la normalidad" no tardará en restaurarse, son cada vez más los persuadidos de que el orden internacional ha llegado a un punto de inflexión y que el porvenir sería muy distinto del pasado reciente.
Quienes piensan así señalan que el capitalismo tal y como lo conocemos es esencialmente autodestructivo. Según los más apocalípticos, lo es porque provoca daños irreparables al medio ambiente y resulta responsable del calentamiento del planeta, pero podría decirse lo mismo de cualquier sistema económico que sirviera para producir cantidades colosales de bienes de consumo.
Más convincentes son los que se sienten preocupados por las consecuencias sociales y culturales del materialismo individualista que en los países "avanzados" ha posibilitado un grado sin precedentes de prosperidad colectiva. Quienes viven en tales sociedades son reacios a procrearse. Tampoco ahorran. Como resultado, en Europa, Japón y Estados Unidos, los fuertemente endeudados trabajadores de mañana tendrán que sostener sobre sus espaldas una "clase pasiva" enorme y exigente.
Aunque los chinos han sido sumamente ahorrativos, merced a la política oficial del hijo único por familia que se adoptó hace treinta años, su sociedad está envejeciendo con mayor rapidez que cualquier otra, de suerte que su país también se ve amenazado por el desequilibrio demográfico.
Otra característica del capitalismo exitoso consiste en que suele generar anticuerpos, "intelectuales" que si bien dependen de la riqueza producida por el sistema libran una guerra propagandística contra él, mientras que los esquemas creados para ayudar a los que por alguno que otro motivo no pueden valerse de sí mismos permiten que se multipliquen los que, en una época menos sensible que la actual, serían calificados de parásitos. En Europa abundan familias en las que los abuelos, padres e hijos nunca tuvieron un empleo. Para muchas personas, sobre todo las madres solteras, tiene sentido optar por vivir de los generosos beneficios sociales disponibles.
Los ataques constantes de intelectuales anticapitalistas que ocupan lugares dominantes en el mundo académico, el rencor ocasionado por el espectáculo brindado por los crónicamente desempleados que dependen de la largueza estatal y la imprevisibilidad inherente al capitalismo que contribuye mucho a su dinamismo extraordinario, además de la conducta pirática de tantos financistas y empresarios notorios, se han combinado para reforzar la convicción difundida de que hay que emprender reformas profundas antes de que sea demasiado tarde, de ahí la decisión de celebrar la "cumbre" de Londres.
Con todo, si bien parece que existe un consenso en el que son necesarios cambios profundos, sorprendería que los estadounidenses, británicos, franceses, alemanes y japoneses, los que representan a los países ricos, llegaran a un acuerdo sobre lo que más convendría hacer, porque sus respectivas tradiciones en la materia son tan distintas. Será todavía más sorprendente que los chinos, brasileños, sudafricanos, sauditas, indios, además de la delegación encabezada por Cristina Fernández de Kirchner, estuvieran dispuestos a acompañar a sus homólogos del Primer Mundo que, por motivos evidentes, no podrán hacer muchas concesiones a los invitados procedentes del Tercero.
Es de prever, pues, que todos procurarán aprovechar la ocasión para culpar a otros por la debacle o, en el caso de los norteamericanos, insistir en que están haciendo más que los demás gobiernos para reparar los daños.
Con suerte, los miembros del G-20 podrán firmar un comunicado final en el que aludan a las intenciones presuntamente buenas de todos los asistentes sin por eso comprometerse con muchas medidas específicas, pero existe el riesgo de que las diferencias entre los norteamericanos y los europeos, los ricos y los pobres, resulten ser tan grandes que ni siquiera sean capaces de producir una declaración conjunta más o menos aceptable. ¿Importaría? Puede que no, ya que la economía mundial se ha hecho tan complicada que hasta los especialistas más renombrados no están en condiciones de pronosticar lo que sucederá en los meses y años por venir.
Mal que les pese a quienes fantasean con un mundo más previsible, la incertidumbre es propia de la condición humana y no hay razón alguna para creer que pronto dejará de serlo.
JAMES NEILSON