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Cada vez más, en las ciudades dormitorio la gente toma las armas". Así se expresó el 17 de marzo un responsable de la Información General (el servicio de información de la policía). Y añadió: "Es preocupante; quiere decir que se ha superado una barrera psicológica". La situación es delicada y todo hace pensar que sólo puede empeorar. Desde hace cuatro años, decenas de policías han resultado heridas en enfrentamientos en los suburbios de la región de París. Varios jóvenes han muerto. Los agentes tienen cada vez más dificultades para mantener el orden en estos territorios en los que la República, es decir, la ciudadanía, ha desaparecido. La novedad es que ciertos jóvenes ya no dudan en disparar; incluso llegan a organizar emboscadas contra las fuerzas policiales que se aventuran en esos barrios. El aumento de la violencia tiene causas complejas. Primero se debe al odio difuso que albergan estos jóvenes contra las fuerzas de seguridad, con frecuencia acusadas de practicar detenciones por el color de piel y de cometer errores mortales sin verdaderas sanciones por parte de las autoridades. También es el resultado, más pernicioso, de guerras de intereses organizadas por bandas de delincuentes, traficantes de droga, que quieren controlar con las armas sus territorios y aterrorizar a la policía. Estas bandas, sobre todo después de los disturbios del 2005, han proliferado y han ido ocupando el vacío dejado por los poderes públicos. Pero la razón de fondo es todavía más grave: es el rechazo por parte del Estado de afrontar la cuestión de la integración social. En el 2005, los jóvenes pedían reconocimiento social, trabajo e integrarse. Hoy el resultado es inquietante. Reinan el mismo desamparo en estos barrios, la misma desesperación, la misma ira contra un sistema que se percibe como profundamente injusto, contra un poder político acusado de demagogo y manipulador. El fracaso de la política de los suburbios de Nicolas Sarkozy es patente. ¿A qué se debe? A dos motivos fundamentales. Por un lado, Sarkozy ha creído que podía tapar la miseria y la marginación social de los pobres del suburbio, en su mayoría salidos de la inmigración y relegados a la exclusión en ciudades dormitorio, corrompiendo a algunas figuras de la segunda generación, instalándolas en ridículos ministerios sin presupuesto alguno y asignándoles un papel de figurantes mediáticos. Estas figuras son hoy odiadas en los suburbios. En realidad, la política global de Sarkozy está sometida a dilemas contradictorios y de difícil resolución. Por una parte, quiere garantizar la promoción de jóvenes salidos de la inmigración, y su concepción de la integración interétnica e interconfesional es sincera. Pero, por otra parte, su política económica, basada en la desregularización sistemática del vínculo social, de la privatización del espacio público, del ascenso de la precariedad en el empleo, de la competencia de todos contra todos (política que él define con el ambiguo vocablo de reformas), no permite afrontar la difícil situación de los suburbios. Porque éstos necesitan, en primer lugar, una estrategia voluntaria de apoyo por parte de los poderes públicos; fuertes inversiones en vivienda, educación, formación continua y empleo. Los responsables locales (alcaldes, consejeros municipales) que trabajan en estos barrios tratan, independientemente de su filiación política, de afrontar esta situación. Todos lamentan la falta de medios y la ausencia de visión de conjunto de la política que prevalece en los suburbios desde hace casi 20 años. No es un problema de la derecha o de la izquierda: es una cuestión que atañe hoy a la cohesión nacional, a la convivencia, a la identidad común. De hecho, mientras que el poder político da la impresión de refugiarse en la frivolidad mediática y en la retórica vacía, esos jóvenes se sienten excluidos del propio interés general. Esta situación es muy preocupante: fortalece el ascenso de los integrismos comunitarios y de las solidaridades étnicas en una sociedad que por tradición profesa la integración y la asimilación republicanas. Los conflictos sociales desembocan, en ciertos casos, como en los recientes enfrentamientos en las Antillas francesas, en reivindicaciones que mezclan lo social con la retórica identitaria. Y, en el trasfondo, esas tendencias se radicalizan con la profunda crisis social que atraviesa Francia. En las últimas semanas se han producido dos grandes huelgas generales, como nunca las habíamos conocido en más de 40 años. El gobierno se muestra, con razón, alarmado por la posibilidad de que se produzca una explosión social de grandes dimensiones. En vísperas de 1968, un editorialista de "Le Monde", quien pretendía restaurar el buen clima, se equivocaba cuando escribía un artículo que tituló "Francia se aburre". No cometeremos hoy el mismo error diciendo que va mal. SAMI NAÏR (*) El País Internacional (*) Filósofo y sociólogo francés
SAMI NAÏR |
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