Lunes 23 de Marzo de 2009 Edicion impresa pag. > Regionales
Anticipo de su libro “Historias carcelarias”

Cierta fortuna

“Ey, usted” dijo uno de los hombres a quien los presos no veían tras las capuchas sobre sus cabezas o las vendas que cubrían sus ojos. Y al decirlo pate la pierna de Julio R, como para que éste advirtiera ser el destinatario del mensaje. “A usted ahora lo van a llevar al baño, se va a duchar y afeitar; le van a dar ropa limpia y deberá estar atento porque será trasladado. ¿Entendió?”

Julio R contrajo las mandíbulas mientras su garganta se cerraba involuntariamente, provocando la disfunción de los pliegues vocales. Las lágrimas brotaron de sus ojos velados, cayendo sobre sus mejillas envejecidas por una barba blanca crecida en los días de secuestro. Apenas balbuceó: “Sí, señor”.

Julio R presentía que le esperaba el destino de muchos desaparecidos de su pueblo: preparados para una aparición pública frente a los medios de comunicación, pero muerto y acribillado a balazos tras un fraguado enfrentamiento.

El hombre invisible, dirigió sus pasos en otra dirección. Ninguno de los secuestrados, que permanecían encadenados al piso o esposados a un camastro, deseó ser destinatario de esa invitación a la higiene que habían escuchado. Aún estando en el infierno, preferían seguir allí antes que emprender el camino de la muerte.

Algunos sintieron alivio cuando escucharon alejarse los pasos del hombre y otros  advirtieron que sus corazones desbocados estallarían con la onda expansiva que provocaban sus zapatos  sobre el piso de madera, toda vez que las distancias se reducían.

Así, el hombre invisible repiti el ritual: advirtiendo, pateando y ordenando a otros tres secuestrados. Rubén R, Agustín C y Víctor B completaron el cuarteto. Uno a uno los cuatro fueron llevados a cumplir con el ritual preparatorio que saciaría, aún en proporciones infinitesimales, la sed de los dioses terrenales que pretendían, mediante estos sacrificios humanos, salvar a la humanidad.

Era de noche cuando los cuatro fueron subidos a una camioneta con cúpula. Atados a la espalda y vendados. Los lazarillos ayudaban a que no hubiera tropiezos o golpes. Los iban a matar pero no querían que se lastimaran. Ni siquiera un rasguño. Profesionales de la muerte.

La camioneta anduvo una hora. Luego otra. Daba vueltas como buscando un lugar adecuado o para despistar a los cuatro respecto de dnde habían salido y hacia dónde iban. Finalmente detuvo su marcha y el conductor paró el motor. Los hombres invisibles guiaron a los hombres cegados para que bajaran.

Los cuatro notaron un piso de piedras pequeñas bajos sus pies, olieron el pasto recién cortado de la primavera avanzada en noviembre. Los pájaros, anticipando, el da ya trinaban. Unos gorriones en las ramas bajas, los benteveos en las más altas, las corbatitas en vuelo rasante e invisible y los horneros, trabajadores sin fatiga, formaban el coro aparente de despedida. Julio R conocía la geografía del lugar. Pensó: “Este es el Parque de Mayo”.

Los cuatro fueron parados de manera que el hombro de uno coincidiera con el de otro, hasta que el cuadrado quedó cerrado. Julio R, Rubén R, Agustín C y Víctor B creyeron que no tendrían otro amanecer. Se despidieron mentalmente unos, se arrepintieron otros, maldijeron todos. Ninguno pidió clemencia, ni siquiera cuando escucharon la orden de “Ahora se ponen de rodillas”. Los pájaros parecían trinar más fuerte; Víctor B record a Chéjov, repetido por su pequeño hermano Andy,  “los mirlos rugen en Rusia” y concluyó: “estos gorriones ordinarios lo hacen acá”.

Uno de los hombres invisibles dijo: “Señores, ahora cuenten hasta cien. Luego se sacan las vendas, se desatan y se van a sus casas. Al que denuncie donde estuvo o vuelva a la política lo hacemos boleta” Los cuatro escucharon abrir y cerrar las puertas de la camioneta, en un lapso como para que subiera una persona; también a otros tres o cuatro que subían a la caja posterior de la camioneta e inmediatamente después levantaban la tapa. Alguien encendió el motor y el vehículo emprendió la marcha.

Julio R, Rubén R, Agustín C y Víctor B quedaron otra vez paralizados. La primera había sido por el olor de la muerte cercana y ahora por este desenlace. ¿Desenlace o celada? Ni siquiera atinaban a desatarse para luego hacer volar las vendas que los mantenían en la oscuridad.

De pronto, el aullar de una sirena acercándose. Frenadas y otros hombres invisibles que corren hacia ellos. Órdenes: Ayuden a esos muchachos, parece que los iban a matar, “Sáquenles las vendas y desátenlos”, Que suban a nuestro vehículo”.

Era una F350 del Ejército Argentino. Cuando los cuatro recuperaron la vista, dolidos los ojos por la claridad de la mañana ya iniciada, notaron que los acompañaban jóvenes oficiales y suboficiales. Uno de los primeros aclaró: “Les salvamos la vida. Los iban a matar. Eran las tres A; no los podemos seguir porque tenemos un solo vehículo”. Los cuatro asintieron, moviendo apenas sus cabezas, pero sin decir palabra.

A continuación las preguntas de rigor y las respuestas cuidadosas:
“¿Dónde estuvieron?
“No lo sabemos” dijeron, aunque sabían que habían estado en dependencias del Quinto Cuerpo en Bahía Blanca, apenas a mil metros de donde los habían dejado.
“¿Los torturaron?”
“No” fue la respuesta, pero los dolores del cuerpo y de la mente se sentían. Es más, los acompañarían durante años.

Finalmente llegaron a la Comandancia de esa dependencia militar. Cuando la F350 se detuvo los cuatro, invitados a descender, se encontraron frente a una parada militar: un general, coroneles, teniente coroneles, mayores y oficiales de menor graduación, ordenados por rango los miraban con ojos escrutadores. Odio. Curiosidad. Desprecio. Molestia.

El general V. habló primero, dirigiéndose a los cuatro: “Señores, los hemos rescatado de un grupo que intent matarlos. Deben agradecer a la patrulla de oficiales y suboficiales del ejército argentino que les salvó la vida. ¿Tienen documentos que los identifique?”
“No, señor” fue la respuesta de los cuatro y al unísono.
“Les adelanto que permanecerán en estas dependencias hasta que se aclare su situación personal, si tienen algún antecedente relacionado con la subversión o han cometido delitos contra la propiedad o las personas. En caso afirmativo serán juzgados por un tribunal castrense”.
Los cuatro volvieron, como rato atrás, a asentir levemente con la cabeza.
Preguntó V: “¿Tienen familiares o amigos en Bahía Blanca?”
Los cuatro contestaron, excitados y al unísono: “Sí, señor”.
“Entonces a continuación pueden hacer una llamada cada uno; avisen que están bien y que pueden venir a visitarlos. Eso sí, como les dije antes, sepan que pueden ser condenados si han andado en cosas raras. Buenos días”.
“Buenos días, muchas gracias” coincidieron, sin proponérselo, los cuatro.

Y entonces, mientras Julio R, Rubén R, Agustín C y Víctor B hacían sus mayores esfuerzos por recordar algún teléfono donde llamar, sin comprometer al destinatario, exultantes porque la posibilidad de realizar esa comunicación era la señal inequívoca de que no serían asesinados, sus lágrimas volvieron a brotar como unas horas atrás. Aquellas de terror, éstas de alegría.

Fue entonces que Agustín C, reconfortado y con deseos de entusiasmar a los otros tres, dijo algo que sonó como un canto de vida, como un futuro próximo y deseable: “Muchachos, estamos de suerte. Vamos a la cárcel”.


Pablo Bohoslavsky
“Historias carcelarias”

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