Nació en Buenos Aires en 1942 y emigró a Israel con sus padres diez años después. Hoy este argentino por nacimiento es israelí por nacionalización y palestino honorario por reconocimiento, el primer individuo del planeta con estas dos ciudadanías contrapuestas. Nos estamos refiriendo a Daniel Barenboim, un complejo personaje de siete idiomas y varios pasaportes que recibe constante atención de los medios del mundo por lo que hace y por lo que dice. Pensador y escritor además de músico, recordamos un enjundioso trabajo suyo sobre las relaciones entre los alemanes, los judíos y la música en el que comentaba la cuestión de su identidad tanto en cuanto a músico como a su propia historia. Decía que, nacido en la Argentina y de abuelos ruso-judíos, había crecido en Israel y vivido la mayor parte de su vida adulta en Europa. Que piensa en la lengua que necesite en cualquier particular momento. Que se siente alemán cuando dirige Beethoven e italiano cuando dirige Verdi.
Eximio pianista y famoso director de orquesta -lo ha sido de la Filarmónica de Londres, de la de París, de Chicago, de Nueva York y la de Berlín-, ha vuelto varias veces al país (en el 2006 dirigió el Concierto de Año Nuevo en Buenos Aires, que tituló "Tango sinfónico") y es una figura casi diaria de la televisión europea en su calidad de intérprete y difusor de las obras mayores de la música. Pero han sido sus iniciativas y su discurso moral sobre el conflicto del Medio Oriente los que lo han convertido, asociados con el arte, en una relevante presencia del escenario político mundial.
Algunos de esos gestos y manifestaciones son bien conocidos. Hace uno diez años fundó, con su amigo el escritor norteamericano-palestino Edward Said, lo que se llamó la Orquesta del Diván Este-Oeste, compuesta por jóvenes músicos talentosos tanto de origen israelí como árabe, una iniciativa original y audaz, de alto contenido político, que le valió la atención mundial y el Premio Príncipe de Asturias. Otro acontecimiento memorable protagonizado por él fue la representación que programó de la ópera "Tristán e Isolda" de Richard Wagner -un verdadero tabú para los fundamentalistas- para el festival israelí de Jerusalén en el 2001. Denostado como "nazi" y "fascista" por algunos de los presentes en medio de un escándalo por consideración del antisemitismo del autor favorito de Hitler, tuvo que sustituir la pieza programada no sin antes defender razonadamente su decisión y, todavía más, declarar que en el "bis" interpretaría, a pesar de lo ocurrido, un tema del inmenso Wagner y pedir que quien se negara a escucharlo abandonara la sala. Porque la música es un arte universal, no tiene dueños y une a los hombres en el espíritu.
Éstas son sólo algunas muestras de las manifestaciones públicas memorables de Barenboim. Otra, bien reciente, se refirió a las operaciones bélicas que ocurrían en diciembre en la zona más álgida del conflicto palestino-israelí. Publicó entonces en "El País", de Madrid, una Carta Abierta con un enérgico alegato que fue reproducido y comentado en una cantidad de medios del mundo. Criticó abiertamente la matanza que esos días tenía por escenario a Gaza, que afectaba a una población civil inerme. Naturalmente, dijo, Israel no puede permitir que le tiren misiles desde Palestina, pero el baño de sangre que está produciendo es absolutamente inaceptable, humanamente inaceptable. "Espero -manifestó- de sus líderes tengan una inteligencia mayor que tirar bombas y matar gente. Este conflicto no se podrá nunca resolver mediante la violencia. No puede haber una solución militar ni un compromiso diplomático porque no se trata de un conflicto político sino de algo que nadie quiere ver como lo que es: un conflicto humano, la profunda convicción de dos pueblos de tener el derecho de vivir en ese pedacito de tierra".
Y si faltara un broche para convencernos de la gravitación ecuménica del discurso político de Barenboim en pro de la paz en la candente región, tenemos a la vista un ejemplar de la "New York Review" de febrero-marzo que publica una declaración suya titulada "Por favor, escuchen, antes de que sea demasiado tarde" y está suscrita, en franca adhesión, por la firma de un centenar de los más famosos e influyentes intelectuales y artistas del mundo, una verdadera galaxia cultural. En esta declaración -importante además por las circunstancias que se han venido configurando en la realidad internacional- reafirma sus convicciones por la necesidad y posibilidad de la paz. Dice que los últimos cuarenta años han demostrado que el conflicto israelí-palestino no puede ser arreglado por la violencia. Que cada esfuerzo, cada medio y recurso de imaginación y reflexión debe ser puesto ahora en juego para hallar un nuevo camino. Se requiere una nueva iniciativa que acabe con el miedo y el sufrimiento, reconozca la injusticia que se ha cometido y conduzca a vivir en seguridad tanto a los palestinos como a los israelíes. Una iniciativa que obligue a todos a una responsabilidad común: asegurar igual dignidad a ambos pueblos, así como el derecho de cada persona a trascender el pasado y aspirar a un futuro.
Este ex purrete porteño, evidente celebridad mundial e infatigable cruzado por la tolerancia y el humanismo, se nos aparece como un buen candidato a un próximo Nobel de la Paz.
HÉCTOR CIAPUSCIO (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Doctor en Filosofía