Los más contrarios a un régimen determinado, un orden social o un sistema económico siempre son proclives a caer en la tentación de procurar agravar los problemas existentes y crear otros nuevos, porque les es fácil convencerse de que, como decían los leninistas, cuanto peor sea para los demás, mejor será para ellos, ya que aumentarían sus posibilidades de alzarse con el poder. Pero si bien es bastante común que un opositor sin escrúpulos quiera que su país experimente un período de anarquía, no lo es que lo haga un gobierno democrático. A diferencia de ciertos pilares de la dictadura militar que no vacilaron en dejar saber que en su opinión lo que necesitaba el país eran algunos atentados terroristas sanguinarios que servirían para recordarle a la gente que los montoneros, erpistas y así por el estilo seguían siendo personajes temibles, aquí los gobernantes demócratas han preferido la tranquilidad, ya que entendían que si se mostraban incapaces de mantener el orden la ciudadanía aprovecharía la primera oportunidad que se presentara para desalojarlos.

¿Es ésta la actitud del jefe máximo nacional, Néstor Kirchner, y de su esposa, la presidenta Cristina de Kirchner? Hay motivos para dudarlo. Kirchner ya nos ha advertido que en el caso de que perdiera el control sobre el Congreso la "gobernabilidad" correría peligro. También parece decidido a provocar a los productores rurales para que vuelvan a cortar las rutas, de este modo propagando la sensación de que la paz social pende de un pelo. Asimismo, luego de intentar sin demasiado éxito asegurar a todos que la economía continuaría creciendo a un ritmo más que respetable aun cuando el resto del planeta se hundiera, los Kirchner se han puesto a hacer gala de un grado de pesimismo acerca de las consecuencias para el país del desaguisado internacional que envidiarían los agoreros profesionales más tétricos. Aunque el pesimismo así manifestado no ayuda a inspirar confianza, desde el punto de vista de la pareja tiene su lógica. Además de permitirle culpar al "mundo" de las penurias por venir, es una forma de decir que son tan alarmantes las perspectivas frente al país que sería suicida oponerse a los únicos que, en su propia opinión por lo menos, están en condiciones de garantizar "la gobernabilidad".

Puesto que los Kirchner y sus simpatizantes quieren asustar al electorado, no extrañaría del todo que algunos supusieran que les resultaría beneficioso que la campaña electoral truncada se viera agitada por paros salvajes, cortes de rutas por doquier y movilizaciones violentas. Podrían achacarlos a la oposición, esta fuerza amorfa que, según ellos, es tan malévola que quiere que el país dé marcha atrás, abandonando para siempre el "proyecto" progresista que lo llevaba a un futuro paradisíaco para regresar al infierno del pasado reciente. Aun cuando los kirchneristas más entusiastas desistan de impulsar episodios destinados a atemorizar al electorado con algo más que palabras vehementes, sería poco probable que trataran de impedir que se produjeran. Es natural, pues, que a partir del momento en que Cristina nos informó que las elecciones legislativas no se celebrarían el 25 de octubre sino el 28 de junio, una ola de incertidumbre se haya extendido por el país.

Los preocupados por lo que está ocurriendo tomaron la decisión de adelantar cuatro meses las elecciones legislativas por evidencia de que los Kirchner saben que su ciclo está aproximándose a su fin pero que harían virtualmente cualquier cosa a fin de defender el poder que han sabido acumular, que el presidente de facto y la presidenta de jure esperan que la ciudadanía coincida con ellos en que dadas las circunstancias lo más sensato sería prolongar el statu quo. Si bien muchos han calificado de muy astuta la maniobra porque, además de evocar el espectro de una recaída en la confusión que siguió al colapso del gobierno del presidente Fernando de la Rúa, ha descolocado a los distintos grupos opositores, los efectos incluso de un imprevisto triunfo kirchnerista serían con toda seguridad fugaces: la pareja recibiría una bocanada de aire fresco, eso sí, pero no sería suficiente como para permitirle enfrentar los desafíos que plantearían la decadencia cada vez más penosa del modelo económico que ya está haciéndose sentir tanto en el conurbano bonaerense como en otras zonas en las que se concentra la extrema pobreza, y la hostilidad cada vez más amarga del grueso de la clase media que está harto de un estilo gubernamental que le parece indigno.

También se da la posibilidad de que el voto bronca sea tan fuerte que el 29 de junio encontraría a los Kirchner todavía más débiles de lo que eran antes de arriesgarse cambiando de golpe las reglas del juego político. ¿Cómo reaccionarían? Cuando el piquetero y funcionario Emilio Pérsico afirmó que en tal caso "entregamos el gobierno y que siga gobernando Cobos, que se haga cargo del país", era evidente que expresaba lo que piensan muchos en el entorno oficialista. Aunque tales declaraciones tienen su lugar en la estrategia del miedo que ha elegido el gobierno, esto no quiere decir que se trate de amenazas huecas. Puede que en algunos países, entre ellos Estados Unidos cuyo sistema político fue reproducido aquí, sea normal que la oposición gane terreno en las elecciones parciales y que a menudo el presidente tenga que convivir con un Congreso dominado por sus adversarios, como le sucedió a George W. Bush, pero la Argentina no funciona así. Detrás de la fachada constitucional, sigue siendo un país caudillista en que lo que los franceses llaman "cohabitación", un arreglo conforme al cual el presidente es de un partido y el Congreso está en manos de otro, sería una variante utópica que apenas duraría un par de días.

Así las cosas, aquellos dirigentes políticos que toman en serio sus responsabilidades tendrán que prepararse no sólo para una campaña electoral excepcionalmente brutal en que abunden los insultos personales y las advertencias tremendistas, sino también para la posibilidad de que pronto se abra una especie de agujero negro en el centro del sistema constitucional. Si bien asegurarle a la ciudadanía de que la clase política sería perfectamente capaz de llenarlo en seguida haría aumentar el riesgo de que los Kirchner den un portazo estruendoso con la esperanza de que se derrumbe todo el edificio, la alternativa que consiste en fingir creer que sólo sea cuestión de un intento típicamente kirchnerista de amedrentar al electorado sería más arriesgado aún.