Según el ya ex fiscal nacional de Investigaciones Administrativas Manuel Garrido, en nuestro país "la corrupción tiene impunidad casi absoluta", pero por fortuna sólo se trata de una verdad a medias. Mientras un gobierno corrupto conserve el poder, sus integrantes más rapaces no tendrán demasiados motivos para temer a quienes denuncian sus fechorías, pero después de perderlo muchos se verán procesados y algunos terminarán entre rejas. Aunque para su frustración evidente Garrido no logró atrapar a personajes tan emblemáticos del kirchnerismo como el ministro de Planificación, Julio De Vido, y el secretario de Transporte, Ricardo Jaime, además del mismísimo Néstor Kirchner por el aumento realmente asombroso de su patrimonio, tarde o temprano tanto ellos como otros miembros del elenco gubernamental tendrán que rendir cuentas ante la Justicia. Cuando ello ocurra, la información recogida por Garrido podría resultar de gran utilidad a los interesados en asegurar que nadie tenga motivos para creerse por encima de la ley.
Si la Argentina fuera una democracia madura, la renuncia de Garrido y las declaraciones vehementes que formuló para justificar su decisión hubieran desatado una convulsión política de grandes proporciones, pero debido a las archiconocidas deficiencias institucionales del país sorprendería mucho que resultara muy fuerte el impacto inmediato del portazo que acaba de dar. Dijo Garrido sentirse víctima de "infinitas dificultades, tropiezos, zancadillas, inenarrables resistencias, deficiencias normativas y estructurales" que le impidieron cumplir con su tarea, pero la mayoría entenderá que es "normal" que los denunciados por corrupción procuren defenderse así contra un fiscal entrometido. Después de todo, sería absurdo suponer que los corruptos se resignarían fácilmente a ser desenmascarados. Por ahora cuando menos, tampoco provocará un revuelo el que Garrido haya atribuido su incapacidad para avanzar mucho en las causas que investigaba al procurador general de la Nación, Esteban Righi, el en la actualidad kirchnerista que cobró notoriedad por su gestión como ministro del Interior del gobierno fugaz del presidente Héctor Cámpora, que se las arregló para recortar sus funciones de este modo brindando protección a los presuntamente culpables de enriquecerse a costillas de sus compatriotas.
Aunque muchos insisten en que la corrupción endémica está en la raíz de buena parte de los problemas nacionales, porque hace que muchos funcionarios clave subordinen los intereses del conjunto a los propios y a los de quienes comparten con ellos la convicción de que a cambio de los servicios que brindan a la comunidad tienen pleno derecho a aprovechar las oportunidades para pisotear las reglas formales que juraron respetar, los esporádicos esfuerzos por eliminarla no han cambiado mucho. Parecería que, con tal que la economía crezca a un ritmo satisfactorio, la mayoría toma en serio la consigna cínica "roba, pero hace", para redescubrir la importancia fundamental de la ética sólo cuando el crecimiento comienza a flaquear. Así las cosas, es de prever que en los meses próximos la impunidad que tanto indigna a Garrido deje de ser tan absoluta como a su entender fue durante su gestión que, desgraciadamente para él, arrancó en noviembre del 2003 cuando la recuperación económica ya estaba en marcha.
Es probable que la lista de personas investigadas por la Fiscalía mientras Garrido la encabezaba incluya a algunas que siempre han sido honestas, puesto que en las sociedades institucionalmente corruptas siempre conviene a los ladrones que sus nombres figuren al lado de los de quienes nunca han cometido delitos, razón por la cual nunca es fácil distinguir entre los auténticos malos y los demás. Como a esta altura Garrido entenderá muy bien, cuando la corrupción se generaliza, virtualmente todos terminan contaminados. Por amistad o por lealtad política, en sociedades enfermas de corrupción los dispuestos a "traicionar" a delincuentes poderosos colaborando con los deseosos de verlos condenados propenden a escasear cada vez más y, como si eso no fuera suficiente, a menudo los motivos de quienes sí se animan a hacerlo deben más a sus aspiraciones políticas que a un eventual compromiso con los valores éticos que se suponen fundamentales.