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Los postergados se impacientan | ||
A diferencia de lo que sucedió en países que desde los años setenta del siglo pasado han visto duplicarse, triplicarse o más el ingreso per cápita, en la Argentina el poder de compra promedio apenas ha aumentado en los cuarenta años últimos. Lo que sí aumentó fue la desigualdad. Antes del "Rodrigazo" del 4 de junio de 1975 era un país relativamente equitativo, con una gran clase media, de conformación social más europea que latinoamericana. Si bien no era ningún paraíso, parecía razonable prever que en los años próximos los males sociales propenderían a reducirse. De más está decir que ello no ocurrió. A partir de aquel ajuste fenomenal, la Argentina se asemejó cada vez más al resto de la región en que una pequeña minoría de ricos, acompañados a una distancia respetuosa por una clase media de dimensiones modestas, vivía rodeada de indigentes. Una consecuencia de décadas en que períodos de auge han alternado con caídas espectaculares que se encargaron de destruir la ilusión de que por fin el país estuviera por disfrutar de muchos años de crecimiento sostenible, ha sido que virtualmente todos tienen buenos motivos para suponerse postergados. Aunque la mayoría, aleccionada por la experiencia, ha aprendido a moderar sus expectativas, el que muchos sientan que han perdido terreno y por lo tanto tengan pleno derecho a intentar recuperarlo hace temer que nos aguarde un período muy conflictivo si, como se prevé, se agrava mucho la recesión que a juicio de economistas privados ya ha comenzado. Por lo pronto, los conflictos que más afectan a la sociedad son los protagonizados por los productores rurales y por los docentes, dos grupos que sienten que, en un país más justo, ocuparían un lugar social y económico muy distinto de aquel que les ha tocado. En ambos casos hay que buscar los orígenes de los enfrentamientos actuales en decisiones que se tomaron muchos años atrás y que fueron tácitamente cohonestadas por una sociedad que suponía que le resultaría más cómodo tratar al campo con una fuente inagotable de recursos, ya que sus productos crecían como "yuyos" sin que nadie tuviera que hacer nada más que cosecharlos, y dejar la educación en manos de personas "abnegadas" que le costarían poco. Andando el tiempo, el facilismo que se vio reflejado en la decisión consensuada de olvidar que el futuro del país dependería en buena medida tanto de la evolución del campo como de la calidad del sistema educativo causaría perjuicios irreversibles. De haber actuado con sensatez, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner pudo haberle ahorrado al país la lucha al parecer interminable con el campo que ella misma desató. Nunca fue sólo una cuestión de dinero, ya que los productores rurales entienden muy bien que sus ingresos dependen en buena medida de las vicisitudes del tiempo y de los precios internacionales. En la raíz del enfrentamiento está la convicción, muy difundida entre quienes se dejaron seducir por teorías de origen conspirativo que gozaron de cierta popularidad medio siglo atrás, de que el campo constituye un sector ajeno a la Argentina industrial deseable y por lo tanto debería limitarse a producir alimentos baratos para la población urbana. En vez de tratar a los agricultores como otros empresarios o empleados, obligándolos a abonar los impuestos comunes como el que más, el gobierno kirchnerista optó por someterlos a un régimen especial discriminatorio so pretexto de que era injusto que se vieran beneficiados por los precios pasajeramente muy elevados que se pagaban por sus productos en el exterior. ¿Hubieran reaccionado así los Kirchner de haber logrado ganancias comparables un conjunto de empresas industriales exportadoras? Claro que no. Antes bien, lo hubieran festejado como una gran hazaña nacional. Es comprensible, pues, que los productores rurales se hayan rebelado contra un gobierno que está más interesado en ponerlos en lo que por razones ideológicas cree es su lugar apropiado, hasta el extremo de trabar las exportaciones agroganaderas, que en reconocer que cumplen un papel fundamental en la economía nacional por ser los únicos que son internacionalmente competitivos. Mientras soplaba el viento de cola supuesto por una coyuntura mundial acaso irrepetible, el gobierno se concentró en hacerles la vida imposible a los que más aportaban a "la caja", privando al país de recursos que no tardaría en necesitar. Si no pudo conciliarse con el campo en los buenos tiempos, es escasa la posibilidad de que lo haga en los malos. Aunque para enfrentar la crisis económica que está convulsionando al planeta convendría que todos tomaran muy en cuenta la necesidad de bajar el nivel de conflictividad, parece inevitable que en los meses próximos los agricultores intensifiquen todavía más su contraofensiva hacia un gobierno que raramente ha dejado pasar una oportunidad para denostarlos. Casi tan enojados como los productores rurales están los docentes. Si bien no figuran en la lista negra kirchnerista de enemigos del pueblo -por el contrario, tanto los oficialistas como los opositores juran respetarlos mucho-, lo mismo que los hombres y mujeres del campo se sienten indebidamente rezagados, aunque en su caso los responsables no son militantes de una ideología cara a los Kirchner sino las capas dominantes de una sociedad que, a pesar de creerse consciente de la importancia de la educación, no quiere invertir mucho dinero para mejorarla. Los prejuicios contra el campo de tantos gobiernos le han impedido a la Argentina aprovechar las ventajas comparativas que le ha brindado millones de kilómetros cuadrados de tierra fértil, pero la noción de que, gracias a dichas ventajas, sea un "país rico" por naturaleza y por lo tanto no tiene que esforzarse, ha significado que tampoco ha resultado capaz de sacar provecho de un recurso aún más valioso que el suelo: los talentos latentes del grueso de sus habitantes. Para lograrlo, sería necesaria una reforma educativa profunda destinada, entre otras cosas, a hacer de la docencia una profesión de elite, como es en países como Finlandia, Corea del Sur y el Japón, lo que no complacería para nada a docentes menos eficaces ni a los dirigentes sindicales que, tanto aquí como en el resto del mundo, tienen que privilegiar los intereses de la mayoría de sus afiliados. No es que los contrarios a una reforma genuina del sistema educativo que incluya algo más que un aumento salarial generalizado tengan por qué preocuparse, ya que, como suele ser el caso, los problemas inmediatos parecen tan apremiantes que muy pocos están dispuestos a perder tiempo pensando en el largo plazo.
JAMES NEILSON | ||
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