Lunes 09 de Marzo de 2009 12 > Carta de Lectores
Justicia virtual

Ninguna persona civilizada negaría que el dictador sudanés, Omar al-Bashir, merece ser procesado por los crímenes horrorosos perpetrados por su régimen, que directamente o a través de bandas supuestamente autónomas ha sido responsable de la muerte de aproximadamente 300.000 personas en la región de Darfur y la expulsión de sus hogares de más de dos millones. Lo que sí puede dudarse es que la orden de arresto contra Al-Bashir -que acaba de emitir la Corte Penal Internacional con sede en La Haya- sirva para que un día tenga que rendir cuentas por el sinfín de atrocidades cometidas. Por cierto no contribuirá a aliviar los sufrimientos de las víctimas de la campaña de genocidio que desde hace algunos años está en marcha. No bien Al-Bashir se enteró de la medida, ordenó echar a la decena de organizaciones no gubernamentales que dan de comer a los millones de refugiados que aún viven en Darfur, además de ayudar en la reconstrucción de otras regiones de Sudán que fueron devastadas durante las crónicas guerras civiles entre los musulmanes del norte y los cristianos y animistas del sur. Dichas organizaciones caritativas no sólo brindaron asistencia alimentaria y médica a quienes dependen por completo de la ayuda ajena, sino que también aseguraron que se difundiera información acerca de los ataques constantes de las milicias árabes contra los habitantes negros de Darfur. Por lo tanto, la consecuencia inmediata de la orden de arresto -cuyo impulsor más resuelto fue nuestro compatriota Luis Moreno Ocampo- será la muerte de miles, acaso centenares de miles, de personas.

En principio, la orden de arresto de la CPI significa un gran avance de la jurisprudencia internacional y un golpe certero en favor del respeto por los derechos humanos, puesto que advierte a los jefes de Estado en funciones que ni siquiera ellos pueden considerarse por encima de la ley. En la práctica, será contraproducente. Para empezar, escasean los dictadores que suelan preocuparse por la posibilidad, a su entender sumamente remota, de que un día sean juzgados por un tribunal internacional. Desde el punto de vista de un personaje como Al-Bashir, el peligro así supuesto será menor en comparación con lo que le esperaría a manos de sus rivales si fuera derrocado. Por lo demás, en el caso de que lo tomara en serio, tendría más motivos para aferrarse al poder cueste lo que costare, ya que no podría negociar un arreglo que le permitiera exiliarse a cambio de no tratar de impedir una eventual apertura democrática. Aunque podría condenarse moralmente un acuerdo de aquel tipo, se justificaría por la cantidad de vidas humanas que se salvarían.

Por desgracia, cuando un mandatario comete atrocidades contra los habitantes de su propio país, las sanciones económicas raramente funcionan: perjudican más a las víctimas del terror oficial que a los gobernantes. En cuanto a las condenas morales, su influencia suele ser nula: lo mismo que los jefes de la dictadura militar encabezada por Jorge Rafael Videla, todos los autoritarios y totalitarios del mundo, entre ellos Al-Bashir, protestan automáticamente contra "el imperialismo de los derechos humanos". En Sudán y en otros países musulmanes, tal planteo cuenta con la adhesión entusiasta de millones de fieles que están más que dispuestos a creer que el Islam es blanco de una "cruzada" emprendida por el Occidente a fin de propagar sus propios valores por el mundo entero. ¿Qué, pues, pueden hacer los horrorizados por las matanzas, mutilaciones, violaciones sistemáticas y otros crímenes que diariamente se dan en países regidos por dictadores feroces? En el mundo real, la única forma de frenarlos consiste en la intervención militar, pero por motivos políticos y culturales, en los países que serían capaces de defender físicamente a quienes serán las próximas víctimas del horror en lugares como Darfur escasean los que aprobarían tal alternativa. Así las cosas, los preocupados por el destino de los millones de refugiados aterrorizados en Sudán se limitarán a manifestar su indignación, a tratar infructuosamente de convencer a miembros, como China, del Consejo de Seguridad de la ONU de la conveniencia de votar por resoluciones más contundentes que las habituales y, huelga decirlo, a aplaudir iniciativas testimoniales como la emprendida por la Corte Penal Internacional.

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