Flor amaba las flores con la misma exasperada intensidad con que su organismo las rechazaba. Una pertinaz alergia signó toda su vida, de modo que ésta se definía según hubiera o no flores en algún lugar. Como se sabe, flores hay en todos lados y signan acontecimientos sociales de relevancia, como casamientos y velorios.
Tanto las amaba que a su tiempo casada, a su tiempo embarazada -nada de ramito de flores naturales, nada de flores en la clínica, ya saben, la pobre Flor?- puso nombre de flores a tus tres hijas: Rosa, Jazmín, Violeta.
En verdad, hubo sólo una ocasión en que Flor tocó, olió y se apropió de una flor (eso fue lo peor, aunque ni se acordaba). Tenía tres años y llegaba a su casa de la mano de su madre. En la vereda se arracimaban las amigas de mamá, porque era su cumpleaños. Así que la pequeña Flor, sin prejuicio alguno por la propiedad privada, arrancó un oloroso clavel que asomaba por la reja de una vecina y se lo tendió a su madre: "feliz cumple, mami". Hete aquí que la propietaria del clavel, una dama gruñona y enorme, empezó a los gritos. Mami que sacude, que reta, que hace pedir disculpas y devolver la flor. Las amigas mirando. Vergüenza. Cuánta vergüenza.
Así fue aconteciendo la vida, y si algún aficionado a emitir juicios del estilo "con esa plata se podrían construir cien escuelas y setenta hospitales" hubiera elucubrado tal cálculo con Flor, probablemente ésta podría haber dado la vuelta al mundo o vivir en un barrio privado con una casa sensacional, pero ¿qué importa? Lo concreto es que nuestra alérgica consideró, correctamente, que en la salud no se gasta, se invierte, y bien estaba demostrado en su casa, su cartera y en cuanto lugar recalara: especialistas, pastillas, inyecciones, vacunas de resultado ambiguo, inhaladores, pañuelos, pañuelos, pañuelos; para no mencionar la homeopatía y otras artes ancestrales con que sus amigas la ilustraban.
Esta enfermedad no digamos que arruinó la vida de Flor, pero sí que motorizó una obsesión por evitar lo que deseaba, y eso se sabe que provoca tensiones varias y recicla y aviva lo que se etiqueta en el cómodo encuadre de "enfermedad psicosomática". No fue la alergia la que la mató, sino ese auto descontrolado y ella revolviendo la cartera para evitar un moco acuoso y vergonzante.
Y ahora? ¡sorpresas te da la vida! O la muerte.
Siguiendo el curso de tales acontecimientos, acaecidos a la temprana edad de cincuenta y ocho años, hijas y amigas -el marido la había precedido hacía tiempo- dispusieron el velorio y los avisos de práctica. "Nada de flores. La pobre mamá no podía soportarlas". Favor de no enviar flores, si es su voluntad, haga una donación al Instituto de Inmunología.
Por cierto que la vecina gruñona, tan gruñona como siempre más un bastón, fue al velorio y como hacía en estas ocasiones, sin preocuparse por el aviso que en realidad, ni leyó, llevó un ramo de olorosas flores.
Horror. Bisbeos. Miradas. Pero quién iba a armar un escándalo. Entró lo más pimpante, derecho al féretro, una mano el ramo y otra el bastón. (Hay cierta dignidad en el tac tac de un bastón que impone respeto). La tal transgresora miró a un lado y a otro buscando un florero, que no encontró, por lo cual depositó su ramo en las manos cruzadas, esposadas de enorme rosario, de la difunta, otrora también trasgresora.
Y fue que el aroma, la textura, el roce de las flores inundaron a Flor, y Flor supo que ésa era su vida de verdad, ese instante eterno -nunca mejor aplicado el término- en que olía y tocaba y era tocada y nada de estornudos ni de cierre de garganta. ¡Si estaba muerta!
Por fin podía florearse, enflorecerse, florecerse. Ser Flor.
MARÍA EMILIA SALTO
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