Aunque la decisión sorpresiva de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de participar de la reunión que el martes pasado celebraban integrantes de la Mesa de Enlace con miembros del gobierno en el Ministerio de Producción contribuyó a descomprimir una situación que se hacía cada vez más peligrosa, los acuerdos que se alcanzaron distan de haber satisfecho a la mayoría de los productores rurales. A juicio de los "autoconvocados" que no se sienten plenamente representados por los líderes formales de las cuatro organizaciones de la Mesa de Enlace, a lo sumo sirvieron para posibilitar que en adelante el gobierno acepte negociar de manera civilizada acerca de las necesidades del sector, que se ha visto golpeado con dureza por la política oficial, por una larga sequía y por la baja internacional de los precios de los commodities. Asimismo, tanto ellos como los dirigentes que dialogaron con la presidenta tienen motivos de sobra para sospechar que el gobierno está más interesado en anotarse un triunfo en lo que toma por una lucha política que en encontrar "soluciones" auténticas.
Los hombres del campo están acostumbrados a que el gobierno no honre sus compromisos ya porque nunca tuvo la intención de hacerlo, ya porque la burocracia estatal es tan ineficaz, o tan corrupta, que no está en condiciones de instrumentar las medidas propuestas por el Poder Ejecutivo, razón por la que no se dejarán convencer de que el cambio de actitud oficial sea algo más que una maniobra astuta hasta que lo acordado el martes haya comenzado a producir resultados concretos. Asimismo, si bien los más realistas reconocen que el campo se vería beneficiado por medidas destinadas a hacer más rentables las actividades agropecuarias que se anunciaron luego del encuentro de los líderes rurales con Cristina, entienden que a menos que el gobierno cambie por completo su postura frente al sector económico más internacionalmente competitivo las hostilidades podrían reanudarse en cualquier momento. Es que la presidenta, instigada por su marido, cometió un error estratégico garrafal cuando, inspirándose en las fantasías ideológicas de los agitados años setenta, optó por incluir el campo en su lista negra de enemigos del pueblo, calificando a todos, tanto chacareros esforzados como grandes estancieros y productores de cantidades ingentes de soja, de "oligarcas" codiciosos y atribuyendo sus protestas a su hipotética nostalgia por la dictadura militar. Mal que les pese a los miembros más sensatos del gobierno, ni el campo ni los muchos ciudadanos que se sintieron asustados por lo que sucedía olvidarán nunca el espectáculo alarmante que brindaron los Kirchner durante la etapa más tensa del conflicto.
Tanto para el gobierno como para los productores rurales, las retenciones, en especial las que afectan a la soja, siguen siendo un tema fundamental. Lo son no tanto por su importancia económica evidente cuanto por lo que simbolizan. Si el gobierno decidiera eliminarlas, reemplazándolas por impuestos relacionados con los ingresos, casi todos lo interpretarían como un triunfo del campo y una derrota sonora de los Kirchner. De no ser por este detalle, sería al menos posible que el gobierno -tardíamente consciente de que la crisis mundial lo obliga a modificar radicalmente la política económica- consiguiera alcanzar un acuerdo global con el campo que, desde luego, tendría que significar el reconocimiento de que el futuro del país, y de sus habitantes, depende en buena medida de su desarrollo y que por lo tanto es absurdo dejarse distraer por la idea de que en el fondo sus intereses son incompatibles con los de la industria manufacturera o, como imaginan algunos ideólogos veteranos despistados, los del "pueblo". Aunque es inevitable que el campo también sufra las consecuencias de fenómenos naturales adversos y de las vicisitudes siempre imprevisibles de la economía internacional, no debería serlo que también tenga que defenderse contra gobiernos dirigidos por personas resueltas a "ponerlo de rodillas". Si por fin los Kirchner han abandonado esta pretensión desatinada, habrá una posibilidad de que el conflicto se resuelva antes de que el país acuse el impacto pleno de la crisis mundial. De lo contrario, no habrá forma de amortiguar los golpes que con toda seguridad asestará.