Marzo arrancó con una caída espectacular de todas las Bolsas principales del mundo, además de la porteña que bajó el 7,41% el lunes y perdió más terreno el día siguiente. Si bien se supone que tarde o temprano los mercados se estabilizarán, nadie cree que esté por comenzar pronto una recuperación auténtica. Esta realidad desalentadora debería preocupar mucho al presidente estadounidense Barack Obama, ya que de continuar agravándose la crisis serán cada vez más los tentados a atribuir las pérdidas a su propia gestión, no a la de George W. Bush. Tanto en Estados Unidos como en los demás países, los inversores no suelen confiar demasiado en gobiernos sindicados como izquierdistas o populistas, razón por la cual resulta perfectamente normal que hayan reaccionado con caídas frente a su triunfo en las elecciones de noviembre pasado. También lo es que las medidas anunciadas por Obama no hayan servido para restaurar la confianza sino que, por el contrario, hayan hecho temer a los inversores que está mucho más interesado en aprovechar una oportunidad para impulsar un programa distribucionista ambicioso que en estimular la economía. Puede argüirse que a la larga una sociedad norteamericana más equitativa que la actual, una en la que se dé más importancia a los ingresos modestos del trabajador común que a las fortunas que muchos banqueros se las han ingeniado últimamente para conseguir, sería más productiva e internacionalmente más competitiva, pero sería poco probable que aprendieran a pensar igual los habituados a operar en los plazos financieros.

Obama y los demás demócratas, pues, se ven ante un dilema. Si siguen privilegiando las iniciativas sociales y los muchos gastos políticamente motivados que han metido en los sucesivos "paquetes de estímulo", justificándolos afirmando que no pueden limitarse a entregar sumas astronómicas de dinero a los bancos, correrán el riesgo de que la recesión se intensifique hasta transformarse en una depresión prolongada, lo que no ayudaría en absoluto a los más vulnerables. Pero si optan por intentar reconciliarse con "los mercados", tomando la clase de medidas que podría complacer a quienes operan en ellos, decepcionarían a las decenas de millones de personas que esperan verse beneficiadas por su administración. Por lo pronto, han preferido la primera alternativa, razón por la que Obama dejó la tarea de construir los "paquetes" en manos de los legisladores oficialistas, pero las consecuencias de tal decisión han sido poco felices. No cabe duda de que la incertidumbre ocasionada por la presunta estrategia del nuevo gobierno norteamericano ha incidido en la conducta de los inversores, algunos de los cuales parecen creer que Obama y quienes lo rodean han declarado la guerra contra los relativamente ricos, es decir, los que cuentan con ingresos superiores a 250.000 dólares anuales que, bien que mal, son quienes manejan la mayor parte del dinero disponible.

Muchos han comparado la situación actual de Estados Unidos con la imperante a comienzos de los años treinta del siglo pasado cuando el entonces presidente Franklin D. Roosevelt heredó una recesión de su antecesor, Herbert Hoover. En términos políticos Roosevelt logró sacar provecho de la crisis, ya que durante más de diez años pudo seguir culpando a los gobiernos anteriores por la gran depresión, pero su gestión económica fue mucho menos exitosa: Estados Unidos no salió del pozo antes de su entrada en la Segunda Guerra Mundial. Es factible que Obama sea capaz de reeditar la hazaña política de Roosevelt, pero es de esperar que no le resulte necesario intentarlo. De profundizarse mucho más la recesión, no sólo sufrirían muchos millones de norteamericanos, sino también centenares de millones de personas en el resto del mundo, lo que acarrearía el peligro de convulsiones sociales en gran escala. Así las cosas, sería del interés de todos que el gobierno estadounidense hiciera un esfuerzo mayor por convencer a los escépticos de que no es su intención politizar la crisis y que en adelante impedirá que los legisladores oficialistas atiborren los "paquetes de estímulo" con gastos que podrían tener sus méritos pero que no contribuirían a frenar un derrumbe bursátil mundial que ya ha motivado pérdidas apenas concebibles.