En opinión de Cristina de Kirchner, Barack Obama, Taro Aso, Angela Merkel, George Brown, Nicolas Sarkozy y compañía carecen de "la capacidad intelectual de formular alternativas y soluciones" para frenar el desmoronamiento de la economía mundial, lo que podría tomarse por una forma de decirnos que ella sí entiende muy bien lo que convendría hacer y que espera que los líderes extranjeros, comenzando con el norteamericano, adopten cuanto antes el exitoso modelo argentino. Aunque es legítimo dudar de que Cristina y su marido tengan a mano las "soluciones" que los golpeados por la debacle generalizada están reclamando, la presidenta no se equivocaba cuando aludía a lo difícil que les está resultando a los líderes de los países más ricos reaccionar frente a una crisis que está adquiriendo características cada vez más alarmantes.
Que los políticos se sientan desconcertados es natural, ya que con la excepción de Brown no se ufanan de sus conocimientos económicos. Lo que no se considera del todo natural es que los economistas más prestigiosos tampoco parezcan estar en condiciones de explicar lo que está ocurriendo, acaso por haberse acostumbrado a subestimar la importancia de aquellos "espíritus animales" -el estado de ánimo de los agentes económicos- de que hablaba lord Keynes.
El pesimismo se alimenta de sí mismo. Tal y como sucedió luego del crac bursátil de 1929, las esporádicas buenas noticias que sirven para estimular a los mercados pronto se ven seguidas por otras malísimas, por lo común producto del pesimismo imperante, que provocan bajones aún más pronunciados.
Ayer no más se informó que General Motors, una empresa emblemática del capitalismo, si las hay, caería en bancarrota y que este año la economía de la zona del euro podría achicarse el 3,2%. ¿Y mañana? La verdad es que nadie tiene la menor idea de lo que el futuro próximo nos tiene reservado. En cuanto al mediano plazo y el largo, se ocultan tras un nubarrón que es tan espeso como ominoso.
La razón por la que las viejas reglas no parecen funcionar no constituye un misterio. Desde que, al cambiar un pedazo de carne por una piedra presuntamente útil, el primer cavernícola puso en marcha el proceso que muchos milenios más tarde haría posible la fenomenalmente complicada economía mundial de nuestros días, el factor clave ha sido la confianza mutua. La revolución supuesta por el capitalismo liberal fue impulsada por la difusión de la idea de que sería más beneficioso no permitir que los gobernantes controlaran todo, es decir que monopolizaran las oportunidades para despojar a los demás, a menudo so pretexto de protegerlos contra la avaricia de los comerciantes, fabricantes y prestamistas.
Aunque en términos generales el orden resultante ha sido decididamente superior a los manejados directamente por burócratas, dista de ser perfecto. No podría serlo, ya que siempre habrá individuos que procuren enriquecerse sin aportar nada al bienestar común. Cuando hay tantos que se propaga la sensación de que bandas de saqueadores están apoderándose de una proporción escandalosamente excesiva de la riqueza disponible o hay motivos para creer que entidades financieras supuestamente prósperas están en quiebra, la confianza que sirve de lubricante de las economías se acaba y, como resultado, la maquinaria productiva se agarrota.
Es lo que ocurrió hacia fines del año pasado. A partir de entonces, nadie confía en nadie. Los bancos no quieren prestar dinero a otros bancos por miedo a que sean incapaces de devolverlo. Por los mismos motivos, son reacios a dar crédito a empresarios o a consumidores. Hipoteca se ha convertido en una mala palabra. En este sentido, el mundo entero se asemeja a la Argentina del 2002, cuando la actividad se frenó abruptamente. Ya no puede ser cuestión de los célebres valores tóxicos procedentes del mercado inmobiliario estadounidense; los billones de dólares que los gobiernos han inyectado en el sistema financiero fueron con toda seguridad más que suficientes como para reemplazarlos. Se trata de un cambio de mentalidad que ha afectado a todos, desde el consumidor más modesto hasta el plutócrata más rico.
Frente a esta realidad, los gobiernos de Estados Unidos, los países de la Unión Europea, el Japón, China y la India han optado por intentar convencer a los banqueros de prestar más y a los consumidores de salir nuevamente de compras. O sea: quieren que vuelvan a comportarse como antes, cuando endeudarse hasta el cuello era considerado sensato y los banqueros entregaban el equivalente de valijas llenas de billetes a individuos que sabían insolventes por creer que, debidamente empaquetados, los préstamos se perderían en el océano financiero mundial sin que nadie resultara perjudicado.
Es fácil criticar la estrategia así dispuesta, pero si uno piensa en las alternativas es comprensible que tantos políticos la hayan elegido. Puesto que hoy en día el consumo es el motor de todas las economías salvo las más rudimentarias, podría tener consecuencias catastróficas insistir en que en adelante deberían esperar hasta que hayan ahorrado el dinero necesario los deseosos de comprar cosas, poner en marcha una empresa o expandir una ya existente. Por desgracia, tendrían que transcurrir años antes de que quedaran eliminadas las deudas acumuladas en los buenos tiempos por norteamericanos y europeos.
Es lógico que pocos crean que la crisis se desvanecería si todos los habitantes de los países ricos, acompañados esta vez por los chinos cuya frugalidad molesta a los dispendiosos, reincidieran en la conducta que, se supone, llevó a la situación actual. Pero también es lógico que la promesa de más regulación por parte de funcionarios resueltos a disciplinar a los financistas, que son los malos de esta película, combinada con una mayor intervención estatal en otros sectores de las distintas economías, no haya entusiasmado ni a quienes operan en los mercados ni a los ciudadanos de a pie. Después de todo, recetas de este tipo, que algunos políticos parecen creer novedosas, ya fueron aplicadas durante décadas en muchos países pero luego fueron abandonadas o, por lo menos, diluidas porque resultaban ineficaces.
Puede preverse, pues, que aun cuando por fin la economía del Primer Mundo deje de caer, permanecerá postrada por mucho tiempo sobre el piso en que yazga. En efecto, muchos temen que a lo mejor la estabilidad anhelada venga a cambio de un período prolongado de estancamiento, a lo peor de uno que se vea agitado por tormentas inflacionarias desatadas por las cantidades inverosímiles de dinero fresco confeccionado a fin de llenar el vacío dejado por el colapso financiero.
JAMES NEILSON