En todos los países, incluyendo, desde luego, el nuestro, políticos, sindicalistas, comentaristas y otros insisten en que los responsables de provocar el derretimiento financiero que está causando estragos en la "economía real" deberían pagar los costos y que por lo tanto sería injusto que fueran afectados quienes en su opinión no han sido culpables de nada. En Francia e Irlanda ya se han celebrado manifestaciones gigantescas contra la pérdida de empleos y los ajustes masivos que con toda seguridad se producirán y también contra aquellos banqueros que, para indignación de la mayoría, han seguido otorgándose premios multimillonarios a pesar de que las instituciones que manejan estén recibiendo cantidades enormes de dinero público. Asimismo, se teme que en otros países golpeados por la crisis, entre ellos el Reino Unido, Italia y España, se acerque lo que la policía británica llamó un "verano de ira" que sería protagonizado no sólo por los activistas anticapitalistas de siempre, sino también por integrantes habitualmente pacíficos de la clase media que, de súbito, se han visto privados de su fuente de ingresos y una parte sustancial de su patrimonio.
Dadas las circunstancias, pueden entenderse los sentimientos de los muchos que se creen víctimas de un engaño truculento por parte de una elite económica conformada por financistas y empresarios políticos que se enriquecieron en los años últimos, además de los políticos y funcionarios jerárquicos que, después de atribuirse la responsabilidad por la prosperidad que disfrutaron sus países respectivos, se resisten a reconocer que ellos también contribuyeron a crear las condiciones para una recesión que amenaza con convertirse en una depresión. A menos que una vez más los pronosticadores se hayan equivocado y resulte que ya haya pasado lo peor, la crisis aún está en su fase inicial, pero así y todo en muchos países millones se han quedado sin trabajo o han visto reducirse drásticamente sus ahorros, de suerte que es de prever que en los meses próximos el malestar social se intensifique en virtualmente todos los países del mundo, pero especialmente en los más desarrollados, donde pocos están acostumbrados a la pobreza. En las sociedades modernas de Europa, la mayoría suele ser menos capaz de valerse por sí misma de lo que es el caso en el Tercer Mundo, razón por la que no sorprendería que la reacción popular ante la crisis resultara ser más violenta de lo que fue en nuestro país al desintegrarse el "modelo" basado en la convertibilidad.
Aunque es comprensible que en todas partes abunden los resueltos a asegurar que los presuntos responsables de la crisis sean castigados, hostigar a los banqueros y financistas sólo serviría para hacer aún más grave la situación, ya que ninguna economía puede prosperar sin un sistema financiero flexible en el que sea habitual asumir riesgos. Tampoco resultará posible impedir que el impacto de la debacle afecte duramente a los trabajadores tanto del sector privado como del público, a los ahorristas y a los muchos jubilados europeos y norteamericanos que creyeron que sus inversiones bursátiles o inmobiliarias les garantizarían una vejez sin sobresaltos. Pero si bien casi todos entenderán que es así, esto no significará que se resignen tranquilamente a lo que sienten como un despojo sumamente injusto. Aunque resulta imposible prever con precisión cuáles serán las consecuencias políticas de la crisis en el mundo desarrollado, es probable que sigan multiplicándose los brotes de xenofobia, que se pida con vehemencia creciente a los inmigrantes regresar cuando antes a sus países de origen, que se hagan más fuertes las presiones en favor de medidas distributivas y, por supuesto, que se vuelva más virulenta la campaña contra los considerados culpables de desatar la tormenta económica que ha puesto fin a un período de expansión económica mundial sin precedentes. Por desgracia, en el clima agitado resultante, a los gobiernos de los países desarrollados no les sería del todo fácil tomar medidas que podrían servir para que se supere la crisis en un lapso relativamente breve. Por el contrario, de sentirse obligados a aplacar a sus críticos más furibundos, podrían caer en la tentación de probar suerte con recetas populistas aun cuando entiendan que en el mediano plazo resultarán ser contraproducentes.