Hace apenas seis meses, antes de que en el resto del mundo se hicieran visibles los estragos ocasionados por la crisis financiera que comenzó en Estados Unidos, políticos en países como Alemania y Francia, además de una multitud de progresistas en otras partes del mundo, celebraban el fin inminente de la hegemonía económica norteamericana. Daban por descontado que en adelante el gigante, agobiado por deudas, sería a lo sumo uno más de un conjunto de países o agrupaciones de poder equiparable como China, la Unión Europea, la India y, tal vez, Brasil y Rusia.
Tales previsiones ya parecen aventuradas. Aun cuando resulte que el presidente Barack Obama haya exagerado al decir que "Estados Unidos emergerá más fuerte que antes" de la ordalía que le espera, los costos para sus presuntos rivales serán aún mayores de suerte que, a pesar de los perjuicios ocasionados por la recesión o depresión, no se verá afectada su posición relativa en el orden internacional. Tiene razón Obama cuando señala que ha llegado "la hora de la verdad" para los norteamericanos, pero no será sólo para ellos. Como todas las grandes crisis, la que está en marcha castigará más a los débiles -algunos de los cuales no podrán levantarse de la lona sin la ayuda de sus vecinos- que a los países que poseen los recursos necesarios, sobre todo los culturales, para adaptarse a nuevas circunstancias.
Por motivos demográficos y políticos, las perspectivas ante Estados Unidos son mucho más promisorias que las enfrentadas por los candidatos principales a desplazarlo de su lugar dominante, de ahí la voluntad de tantas personas en el resto del mundo de seguir comprando los bonos emitidos por el Tesoro norteamericano. Que lo hagan es lógico. Quienes invierten en bonos no sólo buscan seguridad sino también suelen pensar en términos de décadas. Si bien se prevé que en el futuro la sociedad norteamericana será mucho más multiétnica de lo que es en la actualidad, no resulta demasiado probable que los cambios resultantes sean radicales por tratarse de un país que hasta ahora por lo menos ha logrado asimilar con éxito las sucesivas oleadas inmigratorias.
Por desgracia, no puede decirse lo mismo de Europa. Dentro de poco, el cuarenta por ciento de la población nativa de Alemania, Italia y otros países de la UE tendrá más de 60 años, mientras que los inmigrantes importados para suplementarla, muchos de ellos de nivel educacional rudimentario, no manifiestan gran interés en convertirse en europeos y con toda seguridad se resistirán a costear las jubilaciones y los esquemas médicos previstos. Merced al programa draconiano de control de natalidad del régimen comunista, también es alarmante el panorama demográfico frente a China, aunque dista de ser tan horrendo como el de Rusia. Quedan, pues, Brasil y la India. Es factible que su futuro sea tan brillante como profetizan algunos, pero sus problemas socioeconómicos son tan graves que antes de que puedan disfrutarlo tendría que transcurrir por lo menos un siglo.
Obama claramente entiende que las causas de la debacle financiera se remontan a varias décadas atrás, cuando sus compatriotas empezaron a creer tener derecho a un nivel de vida opulento sin verse obligados a esforzarse demasiado para alcanzarlo, ya que siempre les sería dado vivir de crédito. En el discurso que pronunció ante el Congreso, el presidente que en su persona simboliza el futuro multiétnico del país más poderoso criticó no sólo a los banqueros que repartieron préstamos a personas insolventes, sino también a éstos por comprar viviendas sin preocuparse por la probabilidad de que pronto no estarían en condiciones de seguir pagando las cuotas.
Obama también hizo hincapié en la importancia de la educación, la que en Estados Unidos, como en otros países occidentales, se ha deteriorado mucho debido a la difusión de doctrinas pedagógicas populistas, a diferencia de lo que ha sucedido en Asia oriental donde pocos han tomado en serio la noción sensiblera de que hay que privilegiar la autoestima de absolutamente todos, nivelando hacia abajo para que nadie se suponga mejor dotado que sus compañeros de clase.
Es imposible pronosticar cómo evolucionará la economía estadounidense y por lo tanto la internacional. Algunos se afirman convencidos de que hacia fines del año actual el crecimiento se reanudará; otros temen que la recesión degenere en una depresión que dure años, lo que plantearía el peligro de convulsiones que cambiarían drásticamente el mapa geopolítico. Lo que sí parece previsible es que el mundo que emerja será aún más competitivo que el actual. Si China logra mantenerse de pie, sus inversiones colosales en educación y tecnología la harán más capaz de desafiar a Alemania, dueña de la economía principal de Europa, y Japón, que aún posee la segunda economía del mundo detrás de la estadounidense, en las industrias avanzadas que han estado en la base de sus proezas exportadoras recientes, eventualidad ésta que sin duda preocupa mucho a los líderes de dos países en vías de envejecer a una velocidad sin precedentes históricos que dependen casi por completo de la calidad superior de sus productos.
Desde hace mucho tiempo, los norteamericanos han podido vivir por encima de sus medios merced al consenso internacional de que en última instancia Estados Unidos era más confiable que cualquier otro país. Aunque sólo fuera porque todos los demás parecen todavía menos confiables, la situación privilegiada así supuesta no se ha modificado. No es cuestión sólo de la fortaleza evidente del orden político norteamericano, sino también del inigualado dinamismo científico y tecnológico de Estados Unidos y del prestigio de sus universidades y otras instituciones que son un imán irresistible para los jóvenes, y los no tan jóvenes, más talentosos y vigorosos del resto del mundo.
Así las cosas, es un tanto prematuro hablar de la decadencia y próxima caída del imperio, algo que sí podría producirse si otros países estuvieran mejor preparados para hacer de la crisis una oportunidad para superarlo, pero sucede que no lo están. Por el contrario, como acaban de darse cuenta los europeos desde Irlanda hasta Rusia y todos los asiáticos que hace muy poco gozaban de prosperidad creciente, ya parece más que probable que Estados Unidos resulte menos dañado por la calamidad que provocó de lo que serán aquellos países cuyos líderes tomaron el derrumbe de Wall Street por evidencia de que por fin la superpotencia pagaría un precio muy elevado por su arrogancia.
JAMES NEILSON