Muchas veces en los conflictos alcanza mayor importancia el metaconflicto, es decir el debate sobre la naturaleza del propio problema. Como señala Virginia Tilley, el mayor obstáculo psicológico que tiene la solución de un único Estado binacional en Palestina proviene del peso enorme que tienen ciertos mitos para defender las visiones históricas alternativas. La formación de los mitos se consigue trenzando algunas hebras históricas reales con otras fantasiosas, que son el resultado de elaboraciones producto de la imaginación ideológica interesada.
Uno de los mitos antisemitas más conocidos es el difundido en el libro publicado en 1903, Los Protocolos de los Sabios de Sión, que recoge la supuesta existencia de una conspiración judía para conquistar el mundo. Según se ha probado luego, la falacia fue elaborada por la policía secreta de la Rusia zarista. Pero aún hay muchas personas, como señala Stephen Bronner en el libro "Un rumor sobre los judíos", que están convencidos de la existencia de esta conspiración supuestamente financiada por la banca internacional judía.
Otro mito, recogido en la prensa internacional, presenta a los árabes como hostiles antisemitas decididos a "arrojar a los judíos al mar". El error parte de no reconocer que Israel es consecuencia de un proyecto colonial. Como en todo conflicto colonial, donde los indígenas se ven desprovistos de sus tierras, es comprensible que se produzcan respuestas agresivas y violentas contra el invasor. Hay que saber diferenciar el antisemitismo, que aún sobrevive en reducidos grupos europeos, del antisionismo, que es la oposición a una ideología nacionalista étnica responsable comprobada de atroces operaciones de limpieza étnica en Palestina, donde 750.000 palestinos fueron expulsados por la fuerza en 1948 y otros 400.000 en 1967.
Desde la visión sionista, Palestina estaba ocupada por "forasteros" y debía ser recuperada por su pueblo original que -según el relato bíblico- habría sido expulsado con la destrucción del Segundo Templo en el año 72 de la era cristiana, iniciando así la "diáspora" que lo mantuvo errante alrededor de dos mil años por Yemen, Marruecos, España, Alemania, Polonia y Rusia. Estamos aquí en presencia de vínculos imaginarios entre territorios y pueblos que eran habituales en el pensamiento racial-nacionalista que emergió a finales del siglo XIX.
Según Shlomo Sand, profesor de la Universidad de Tel Aviv, perteneciente a la corriente de "nuevos historiadores" judíos, autor de "Comment le peuple juif fut inventé" (Fayard, París, 2008) los romanos nunca expulsaron a ningún pueblo en la región oriental del Mediterráneo. Salvo los prisioneros reducidos a esclavitud, los habitantes de Judea siguieron viviendo en sus tierras tras la destrucción del Segundo Templo. Una parte de ellos se convirtió al cristianismo en el siglo IV, mientras que la gran mayoría se sumó al Islam durante la conquista árabe en el siglo VII. Por consiguiente, según Shlomo Sand, puede asegurarse que son los actuales campesinos palestinos y no los judíos europeos, incorporados al judaísmo por el mero proselitismo religioso, los verdaderos descendientes de los habitantes de la antigua Judea.
En cualquier caso, dada la historia tan antigua de la región, donde la narración bíblica en el Éxodo menciona la conquista hebrea de ciudades habitadas de Palestina -por cananeos, heteos, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos-, deja fuera de lugar la pretensión de cualquier grupo étnico de reivindicar la soberanía "original" en Palestina. No parece razonable, desde una visión jurídica, que alguien reclame la posesión de tierras supuestamente perdidas por sus antepasados 2.000 años atrás.
Otra de las mistificaciones del conflicto pone el acento en "la seguridad" de Israel frente a un entorno árabe hostil que no reconoce al "ente sionista". Pero la seguridad de Israel, dotada de bombas atómicas y del ejército más moderno y poderoso de la zona, no está en peligro. La demanda de seguridad puede llegar a ser infinita y, con ese pretexto, se puede prorrogar indefinidamente la negociación de las cuestiones enojosas propias de todo conflicto posbélico, como son la legitimidad de los asentamientos construidos en el territorio recién conquistado, el acceso al agua, el problema de los refugiados y el retorno a las fronteras anteriores a 1967.
El origen del conflicto palestino-israelí no está en el Antiguo Testamento, sino en la formación de un movimiento etno-nacionalista a finales del siglo XIX que decide crear un Estado judío en un territorio donde existía una sociedad árabe autóctona y milenaria. El sionismo fue entonces una respuesta al virulento antisemitismo vigente en Europa, pero también era un producto de las ideologías nacionalistas románicas vigentes en aquella época. Es por ello que reconocer los mitos, despojarlos de su carga simbólica imaginaria, es un modo de aproximarse a una solución racional y justa de este largo conflicto.
ALEARDO F. LARÍA
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado y periodista