Cuando Barack Obama ponía en marcha la campaña asombrosamente exitosa que lo llevaría a la Casa Blanca, acusó al en aquel entonces presidente George W. Bush de haber cometido un error estratégico muy grande al ordenar la invasión de Irak para eliminar la dictadura de Saddam Hussein, cuando debió haberse concentrado en concluir de manera satisfactoria el trabajo que inició antes en Afganistán. Para muchos, se trataba de un planteo astuto que no le supondría muchos problemas si lograba ser elegido. Es que hace apenas un año, las elites políticas y mediáticas estadounidenses coincidían en que no hubo forma de impedir que Irak se desgarrara en una guerra civil atroz, mientras que la situación en Afganistán, si bien difícil, era por lo menos manejable, de suerte que les parecía lógico que Obama lamentara la participación norteamericana en un conflicto que sólo podría agravarse y, para que nadie lo creyera un debilucho, dar a entender que convendría mucho más limitarse a uno en el que un desenlace exitoso sería relativamente fácil.

Como suele ocurrir con cierta frecuencia, el consenso así supuesto resultó equivocado. En Irak, acaba de celebrarse sin violencia una nueva ronda de elecciones legislativas en que los partidos sectarios perdieron terreno frente a los simpatizantes del primer ministro Nuri al-Maliki; ya no parece tan fantasioso afirmar que, siempre y cuando la crisis económica mundial no arruine todo, Irak podría erigirse en la primera democracia genuina del mundo árabe. Por lo demás, las fuerzas iraquíes parecen estar en condiciones de encargarse plenamente de la seguridad interna, de suerte que el grueso de las tropas norteamericanas y aliadas podrá irse, felicitándose por un trabajo bien hecho.

Desgraciadamente para Obama, mientras se acercaba a la presidencia de Estados Unidos se intensificó mucho el conflicto en Afganistán, razón por la que hace algunos días optó por enviar a más de 10.000 soldados adicionales para suplementar a los 30.000 que ya están. No serán los últimos. Mes tras mes, crece el poder de los talibanes que cuentan con la ventaja de disponer de santuarios, y de una fuente de reclutas casi inagotable, en las zonas tribales de Pakistán que disfrutan de tanta autonomía que el gobierno de aquel país se ha sentido constreñido a permitir a los jefes aplicar la despiadada ley islámica. Para los habitantes de esta región, las fronteras oficiales carecen de importancia, motivo por el que para ganar la guerra en Afganistán los norteamericanos tendrían que pacificar también parte de Pakistán, tarea ésta que entraña el riesgo de enfrentamientos militares con lo que es, al fin y al cabo, una potencia nuclear.

Al comprometerse tanto con el destino de Afganistán, Obama ha asegurado que su propia reputación será tan afectada por lo que suceda allá en los años próximos como lo fue la de Bush por la evolución de la guerra -mejor dicho, de la posguerra- de Irak. Al igual que el presidente Lyndon Baines Johnson, que "heredó" de John F. Kennedy la guerra de Vietnam, a Obama le será atribuido personalmente todos los eventuales triunfos o derrotas. En el caso de que, para sorpresa de muchos, el envío de más tropas norteamericanas y, tal vez, europeas, sirva para poner fin al resurgimiento de los talibanes, cosechará los beneficios. Pero si, como prevén los escépticos, la campaña en Afganistán resulta ser interminable y Pakistán degenera en un Estado fallido dominado por bandas de fanáticos religiosos, será acusado de ser el máximo responsable de un desastre geopolítico cuyas consecuencias serían con toda seguridad peores que las ocasionadas por la retirada humillante de Vietnam.

En los años setenta, ya se debilitaba la fe en el comunismo, un credo que a pesar de ser agresivamente materialista era incapaz de producir los mismos beneficios materiales que el capitalismo, pero todavía no hay señales de que el islamismo militante haya comenzado a perder su atractivo para quienes desprecian los bienes terrenales. En Afganistán, las regiones vecinas de Pakistán y en muchas otras partes del mundo musulmán, incluyendo sus reductos en Europa y Estados Unidos, abundan los jóvenes que anteponen las convicciones religiosas a las aspiraciones económicas o sociales. Puede que constituyan una minoría, pero aun cuando menos del uno por ciento de los musulmanes piense así se contarán por millones, de los que decenas, quizás centenares de miles, hablarán en serio cuando dicen preferir la muerte de un "mártir" a la vida. Frente a un enemigo de este tipo, el poderío militar de Estados Unidos es de utilidad limitada.

Tampoco ayudarán mucho las mejoras económicas que según los estrategas occidentales serán clave en la batalla por conquistar "los corazones y mentes" de los afganos y los paquistaníes de las zonas tribales. A diferencia de lo que ocurrió con la mayoría de los iraquíes, cuyas tradiciones son relativamente laicas según las pautas del mundo musulmán, tendrían que pasar muchos años antes de que todos salvo algunos conservadores incurables aceptaran que, en el fondo, los valores propios de la modernidad democrática occidental son preferibles a los predicados por los islamistas.

Antes de convertirse en presidente, Bush insistió en que no perdería el tiempo procurando democratizar países extranjeros, error éste que atribuyó a su antecesor Bill Clinton, porque daría prioridad a los problemas internos más acuciantes de su país. Luego del ataque islamista contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington, se sintió obligado a intentar forzar a docenas de países a democratizarse. Tal y como están las cosas, la voluntad sin duda sincera de Obama de impulsar una política exterior mucho menos intervencionista también podría resultar ser sólo una manifestación de deseos.

Aunque la crisis interna actual de Estados Unidos es mucho mayor que la enfrentada por Bush ocho años antes, Obama no podrá darse el lujo de descuidar el frente externo. Hay demasiado en juego: Irán pronto podría dotarse de un arsenal nuclear, Pakistán podría estar al borde de una convulsión gigantesca y, como si tales desafíos no fueran suficientes, la incapacidad de las autoridades mexicanas para derrotar definitivamente a bandas de narcotraficantes que a diario cometen atrocidades con impunidad aparente significa que Estados Unidos podría encontrarse con un vecino inmediato hundido en la violencia anárquica, lo que daría un impulso poderoso a la emigración no sólo de quienes huyan de la inseguridad y la pobreza sino también de muchos delincuentes. Para hacer aún más problemática la situación en que se encuentra Obama, su prestigio internacional es tan grande que docenas de gobiernos suponen que los ayudará a solucionar sus muchos problemas, razón por la que le será aún más difícil resistirse a la tentación intervencionista de lo que fue para Bush, un político de instintos mucho más aislacionistas que los de su sucesor.

JAMES NEILSON