El grueso de los economistas norteamericanos cree que la experiencia japonesa de los años noventa, cuando una serie de paquetes de estímulo enormes resultó insuficiente como para poner fin a un período exasperante de estancamiento, mostró que ante una crisis como la actual hay que estar dispuesto a tomar medidas sumamente drásticas. Es por este motivo que, a juicio de muchos, el plan impulsado por el presidente Barack Obama que acaba de aprobar el Congreso resulta demasiado chico, aunque se prevé un gasto estatal de casi 800.000 millones de dólares, es decir, el equivalente del producto bruto anual de la Argentina multiplicado por más de tres. Sin embargo, hay otros que creen que aun cuando el paquete fuera mucho mayor, no tendría los efectos deseados. Ya por suponer que en el fondo la crisis es psicológica porque se debe a la pérdida de confianza, ya porque a su juicio sólo servirá para mantener vivos bancos y empresas que deberían morir, de este modo creando una "economía zombi", temen que el esfuerzo mayúsculo emprendido por el gobierno de Obama esté destinado a fracasar.
Es probable que el propio Obama comparta tales temores. Antes de llegar a la presidencia de Estados Unidos, nunca manifestó mucho interés por los temas macroeconómicos. Como casi todos los políticos, depende de los consejos de sus asesores, los que en su caso son en su mayoría hombres estrechamente vinculados con el sector financiero que, según sus críticos, se asemejan mucho a quienes rodeaban a su antecesor George W. Bush. Por lo demás, con cierta frecuencia Obama ha advertido a sus compatriotas que la eventual recuperación podría demorar algunos años y que en consecuencia tendrán que prepararse para una etapa muy difícil. Puede que por razones políticas le haya convenido hablar de "catástrofes" por venir, a menos que los legisladores apoyen todas sus iniciativas, pero la retórica así supuesta no ha contribuido en absoluto a restaurar la confianza en el futuro de la economía norteamericana, motivo por el que la reacción de los mercados ha sido decididamente negativa. Tampoco ha ayudado su propensión a comparar la situación actual con la imperante durante la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Como han señalado los escépticos, el deterioro que se ha registrado desde comienzos del 2008 no es mayor que el experimentado por la economía norteamericana entre noviembre de 1981 y octubre de 1982, cuando el producto nacional cayó un 1,9%, una cifra comparable con el 2% previsto para el año actual. En efecto, por sorprendente que parezca, conforme a las estadísticas disponibles, Estados Unidos se encuentra mejor parado hoy en día que varios países europeos, incluyendo a Alemania.
Por razones políticas comprensibles, Obama no quiere brindar la impresión de subestimar la gravedad de la crisis, pero la estrategia catastrofista que ha adoptado acarrea el riesgo de que se las arregle para asustar a quienes en buena lógica deberían estar procurando convencer de que lo peor ya ha pasado y que es de su interés tratar de sacar provecho cuanto antes de las muchas oportunidades que está planteando la caída estrepitosa de los precios de tantos bienes y acciones.
Otra debilidad del plan de Obama consiste en que todos los representantes y una mayoría abrumadora de los senadores republicanos, además de algunos demócratas, votaron en su contra. Si bien por ahora los republicanos carecen de autoridad moral, cuando de la economía se trata, porque el desastre se produjo cuando un correligionario estaba en la Casa Blanca, a juzgar por las encuestas de opinión que se han realizado últimamente buena parte de los estadounidenses coincide con ellos en que el plan de estímulo confeccionado por los legisladores demócratas liderados por Nancy Pelosi está atiborrado de gastos arbitrarios introducidos a fin de complacer a políticos y lobbistas oficialistas. Puesto que la imagen de los legisladores demócratas no es mucho mejor que la de sus adversarios republicanos, el que Obama les haya encargado elaborar un proyecto de ley que en su forma definitiva llenó un mamotreto de 1.073 páginas, repartido en vísperas de la votación, ha planteado dudas en cuanto a su capacidad para disciplinarlos, las que hacen temer que su "luna de miel" ya haya terminado.