De los clásicos presuponemos todo. O casi todo. Pero lo que realmente sabemos muchas veces nos viene de oídas, de saberes populares y de películas. Sacando a los amantes de la literatura, eruditos que llegaron al final de enciclopedias como "La guerra y la paz" o "En busca del tiempo perdido", los demás nos las hemos arreglado con fragmentos del vasto universo ficcional. No mencionaré aquí el Cannon de Occidente. Desconozco por qué, pero clásico me sabe a terror. A Drácula. A Frankenstein.
Muchos años antes de adentrarme en la magna obra de Bram Stoker me dejé tentar por la excelente y perturbadora novela de Anne Rice "Entrevista con el vampiro". No fue en vano. Y a su modo, la lectura del primer libro de la saga de atormentados chupasangres me sirvió de antídoto cuando hube de exponerme a su versión cinematográfica. Poco y nada de la oscura creación de Rice quedó graficado en el filme de Neil Jordan. Lo que Jordan insinúa Rice lo desarrolla en su obra de un modo apabullante. La eternidad como el auténtico enigma a resolver por los condenados a la sed.
Con las otras dos grandes novelas de terror de todos los tiempos, "Drácula" y "Frankenstein", la experiencia fue distinta.
Ambas estaban ahí dando vueltas desde tiempos inmemoriales. Dibujadas a grandes trazos. Historias pendiendo de un imaginario hilo que conduce débilmente a la fuente original.
La aparición del filme de Francis Ford Coppola, en teoría una reivindicación de la obra de Stoker, en el fondo no hizo más que reafirmar aquello que se decía del personaje pero que estaba muy lejos de lo que el escritor había imaginado para él.
No importa lo que haya asegurado la publicidad oficial del filme de Coppola; el guión no sigue ni de cerca el argumento del libro de Stoker.
En la novela, los verdaderos héroes son los perseguidores del vampiro, mientras que el adinerado Conde es reducido a una bestia hambrienta que vive y muere nostálgica de una ciudad que no conoce: Londres. Aunque hay una joven de por medio y aunque ésta es bonita y agraciada, el Conde está mucho más interesado en cambiar su oscuro castillo en Transilvania por una urbe cosmopolita que en el cuello de la dama.
Con Frankenstein ocurre otro tanto. La novela de Mary Shelley "Frankenstein o el moderno Prometeo" difiere, y mucho, de la versión que llegó hasta nosotros.
Irónicamente, también el filme de Kenneth Branagh fue promocionado como "la película del libro".
La criatura sin nombre a quien Víctor Frankenstein le heredó su apellido pero al que durante gran parte del libro éste sólo llama demonio, monstruo o cosas peores muestra dosis de compasión para con los demás al comienzo del filme para después revelarse como un auténtico y colosal hijo de perra. Un energúmeno que pudiendo ser grandioso siente tal desconsuelo por sí mismo y su fealdad, que prefiere dedicarse a ejercer el mal. Lo cual no le impide citar a Plutarco y dejarse el pelo largo.
Víctor Frankenstein tampoco sale muy bien parado. A pesar de su condición de hombre de ciencias y apasionado hijo y amante, su carácter deja mucho que desear. Curiosamente en el mismo minuto en que consigue su propósito, darle vida a la carne, huye despavorido de su logro. Un hecho no menor que terminaría condenándolo.
Que ninguna de estas incómodas alteraciones se encuentre en las películas debería servir como aliciente para adentrarse en su génesis.
CLAUDIO ANDRADE
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