La existencia de políticas públicas de largo plazo en sectores estratégicos es evidencia, entre otras cosas, de la posesión de una cultura política que es patrimonio social compartido, acordado y sustentable; es decir, vivible y viable. Ello tiene lugar en un buen número de naciones donde la calidad de vida de sus integrantes se relaciona positivamente con una visión y una construcción planificada de un futuro superior material y espiritualmente, o éticamente si se prefiere.
Cuando ello no ocurre (y siempre que no se haya llegado a un grado de indiferencia oficial sin retorno ante los problemas sociales con la contracara de la resignación colectiva universal, tal como también sucede en numerosos países de todo el mundo) lo que generosamente pudiera ser llamado "cultura" y también "política" suele discurrir en una dinámica de acción-reacción y en un contexto de urgencias, de inmediatez, de fugacidad e improvisación, de particularismos constantemente reiterados e individualmente atendidos. Por lo mismo, las acciones políticas no exceden los plazos de una administración, cualquiera sea la jurisdicción de que se trate.
En esas condiciones el esperado cambio social (como derecho y expectativa de una sociedad y como fruto de la gobernabilidad de las diversas variables intervinientes en su vida cotidiana) se invisibiliza al convertirse en una constante de agravamiento: la cotidianidad desencajada se vuelve natural y la idea de mejora desaparece de las mentes de gobernados y gobernantes, de administradores y administrados (siempre que estos términos no sean meros eufemismos que deban ser reemplazados por otros que designen más acertada, más triste y más dolorosamente esa mutua relación, como sería en el caso de las dictaduras, las tiranías, los totalitarismos y los populismos -estos últimos debido a su habitualmente discutible legalidad y legitimidad de origen y/o desarrollo-.
Lo que da en llamarse "cambio" en estos casos, a nivel de sensaciones colectivas -el mejor de los termómetros-, consiste en la profundización cada vez más acelerada de las penurias sociales, de modo que, cuando la normalidad está representada por la omnipresencia de lo malo, el presente es lo peor, el ayer fue "mejor", anteayer era "bueno" y la semana pasada fue "el paraíso".
La prueba está en que si se piensan o aplican figuradamente los términos hoy, ayer y anteayer, la apetencia de lo negado, de lo que está ausente en cada presente sucesivo, lleva a muchos a mirar nostálgicamente al pasado reiterando falsas y peligrosas creencias, posiciones y anhelos, como aquella de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Cuando se llega a este extremo el futuro se vuelve impensable, inabordable, doloroso, inviable, según las experiencias históricas incardinadas por cada quien.
No obstante, la chatura de la mediocridad representada en tal tipo de vida política e institucional se ve alterada a intervalos regulares -levemente, incluso pintorescamente- en función de las instancias de acceso formal de la ciudadanía al ejercicio del gobierno, reiterando ciclos de entusiasmo/optimismo por un lado y de frustración/desesperanza por el otro.
Cuando la existencia transcurre entre semejantes extremos consume rápidamente las energías socialmente disponibles para mejores causas, aunque siempre fáciles de movilizar para las peores, de lo cual puede dar cuenta acabadamente la historia de América Latina en los últimos dos siglos a contar desde aquel Mayo continental de 1810.
Por lo tanto, en este ambiente el futuro no excede el corto plazo. Los discursos oficiales resucitan cada dos, cuatro o seis años -como el ave Fénix- el mito del futuro (futuro paraíso de la utopía), pero en los hechos la acción pública lo clausura ya que apenas los gobernantes se afirman en sus sitiales vuelven la vista atrás para repartir culpas ajenas y exculpaciones propias respecto de lo incumplido en el pasado y en el presente.
Sucede que no se puede gobernar correctamente un país de esta clase sin repartir culpas, reales, falsas o imaginarias.
Mientras tanto, la prioridad oficial consiste en el mantenimiento y la ampliación de determinadas formas de agregación de poder para el manejo del gobierno y el control de la sociedad mediante el direccionamiento de prebendas -migajas miserables- para sectores clientelares, sin consideración de las necesidades de la nación, del Estado y de todos los sectores sociales.
En un país así, llámese como se llame, proliferan las mediciones constantes y la cotización de "logros" aparentes en la feria de las vanidades politiqueras. Pero en el largo plazo el resultado es siempre el atraso.
Más allá de la siempre desconfiable evaluación oportunista de las fuerzas hegemónicas del mercado, la evaluación estratégica o de largo plazo desde el punto de vista del conjunto de los reales intereses nacionales será prácticamente imposible, cuando no falsa y sesgada ideológicamente.
Todo se debe a la ausencia o discontinuidad de políticas de mediano y largo plazo y esto, a la negativa e incapacidad de diseñar fines y principios estratégicos poniendo voluntades democráticas al servicio de su concreción. Sin fines no hay futuro. El futuro está más allá de los plazos de una administración, de los límites de una coyuntura o de las expectativas de retiro y jubilación del funcionariado político.
El hiperactivismo político que los mass media presentan cotidianamente se halla atenido a la fugacidad de lo inmediato, donde -obviamente- los fines son reemplazados por objetivos de corto plazo concebidos como objetivos tácticos carentes de ensamble en una estrategia, es decir, donde sólo representan actos u operaciones "cotizables", verificables y manipulables por parte del núcleo "gobernante", si se me permite este eufemismo.
Y como la permanencia en el gobierno con alguna porción de poder exige costos a pagar inexorablemente, en un país así, llámese como se llame, quienes gobiernan recurrirán constantemente a la ayuda financiera internacional, provenga de donde provenga, la cual les dispensará importantes gratificaciones materiales, además de propagandizados réditos políticos, acreditables en las correspondientes cuentas de los señores especialistas en política, en primer lugar, y en el subsector de que se trate después, especialmente en el de los técnicos y asesores que hablan en nombre de los demás sin encargo ni control de gestión y que actualmente constituyen una corporación disciplinada para dar vivas entusiastas al mandamás de turno sin perder su falaz aureola de "progresistas", es decir, con las connotaciones que las comillas sugieren.
En un país así, llámese como se llame, la importancia de las operaciones de maquillaje político-técnico en cualquier subsistema tiene fatalmente un nivel liliputiense, en tanto que los frutos y consecuencias de su aplicación en la vida real de las personas son acumulativamente desastrosos.
Inversamente, un país que se desenvuelve en un marco de desarrollo institucional democrático, con respeto por el individuo, la sociedad y el Estado de derecho, construye intergeneracionalmente el futuro, la cultura o la sociedad -que es lo mismo-, en lugar de atrasarla y congelarla tras supuestas apelaciones a mitos del pasado o inventando utopías de "patas cortas".
(*) Profesor de Historia