Es evidente que cuando el papa Benedicto XVI optó por levantar la excomunión a cuatro obispos ultratradicionalistas, seguidores del rebelde fallecido Marcel Lefebvre que se rehusó a aceptar las decisiones del Concilio Vaticano II que concluyó en 1965, no previó que desataría una polémica furibunda que perjudicaría gravemente su propio prestigio. Desgraciadamente para él, no se trataba solamente de eclesiásticos de opiniones muy conservadoras que, entre otras cosas, querían continuar celebrando la misa en latín, sino también de personajes que insistían en minimizar el salvajismo de la matanza por los nazis de por lo menos seis millones de judíos: según un obispo lefebvriano, el británico Richard Williamson que reside en nuestro país, las cámaras de gas no existieron y a lo sumo 300.000 judíos murieron en los campos de concentración. Puesto que el Papa es de origen alemán y, lo mismo que tantos compatriotas de la misma edad, fue miembro de la juventud hitleriana, era previsible que su voluntad de perdonar a los tradicionalistas tendría repercusiones en todo el mundo, al brindar a sus muchos críticos una excusa para vincularlo con la barbarie nazi. Aunque la decisión posterior de Benedicto XVI de exigirle a Williamson una retractación de sus declaraciones sobre las dimensiones del Holocausto ha ayudado a limitar los perjuicios ocasionados a la imagen internacional del Vaticano, puede entenderse la indignación que sienten muchos judíos por la propensión no sólo de algunos católicos conservadores sino también de una cantidad creciente de izquierdistas y, huelga decirlo, islamistas a tratar lo que sucedió en Europa en los años cuarenta del siglo pasado como un episodio meramente anecdótico.
Para algunos, el cardenal mexicano Lozano Barragán tendrá razón al decir que sólo es cuestión de "una tontería" negar que existió lo que, al fin y al cabo, fue el crimen colectivo más documentado y más investigado de toda la historia humana. Si sólo fuera cuestión de aferrarse insensatamente a una hipótesis sumamente excéntrica, quienes piensan así estarían en lo cierto, pero sucede que hay mucho más en juego. Quienes niegan el Holocausto no lo hacen porque cuentan con razones a su juicio legítimas para dudar de que murieron millones de hombres, mujeres y niños fusilados, hambreados o asfixiados en cámaras de gas, sino porque quieren "probar" que los judíos en su conjunto han fabricado una mentira monstruosa con el propósito de aprovecharla en beneficio propio. Es por eso que en las filas de los negacionistas se encuentran simpatizantes indisimulados de los nazis que con toda seguridad estarían más que dispuestos a celebrar el sufrimiento de tantos judíos, pero prefieren privarlos de lo que a su entender es una especie de arma propagandística. Aunque la mayoría procura ocultar su intención, los negacionistas más rabiosos, como el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad, no tienen empacho en subrayarla.
He aquí el motivo por el que en algunos países europeos, como Alemania, Austria y Francia, negar la realidad del Holocausto es un delito. Algunos representantes de la comunidad judía argentina quisieran que en nuestro país también se agregara el negacionismo a la lista de crímenes penados por la ley, pero sería mejor que se rechazaran los pedidos en tal sentido. La idea de que haya delitos de opinión -y, mal que bien, fingir creer que el Holocausto fue un mito urdido por los judíos, no deja de ser una opinión- es de por sí repudiable. Por lo demás, una medida tomada presuntamente para proteger a una colectividad determinada tentaría a los dirigentes de otras a reclamar leyes similares, como en efecto ya están haciendo en muchas partes del mundo islamistas resueltos a silenciar a cualquiera que se anime a criticar ciertos aspectos de su culto.
En los casos de Alemania, Austria y Francia, la inclusión del negacionismo entre los delitos penables pudo haberse entendido en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando se temía que existiera el riesgo de una recaída en la barbarie, pero a esta altura sólo sirve para que antisemitas profesionales puedan conseguir publicidad para sus actividades y, claro está, para que puedan acusar a los gobiernos de países democráticos de hipocresía por atentar sistemáticamente contra la libertad de expresión que todos dicen defender.