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Durante buena parte del año pasado, Barack Obama mantuvo cautivada a una proporción creciente de sus compatriotas y de los demás habitantes del mundo globalizado. De éstos, la mayoría no lo admiraba porque se tratara de un buen escritor, dueño de una inteligencia y sensibilidad fuera de lo común que dominaba el arte de hablar en público, sino por lo que a su entender representaba. De origen étnico mixto, su ascenso parecía significar que por fin la enfermedad racial que durante siglos había atormentado a Estados Unidos tendría su antídoto. Asimismo, se presumía que Obama, de actitudes progresistas, cuando no izquierdistas, sería el hombre indicado para poner fin a la conflictividad que caracterizaba la gestión de George W. Bush y que a juicio de muchos se debió casi por completo a las deficiencias personales del pronto a ser ex presidente "cowboy" y a la influencia de su entorno "neoconservador". Los medios de difusión más prestigiosos de Estados Unidos y los muchos de otros países que suelen acompañarlos se enamoraron del candidato, negándose a criticarlo por lo difusas que eran sus propuestas o a plantear preguntas antipáticas acerca de su falta de experiencia administrativa. En lugar de hacer gala del escepticismo hacia las pretensiones de los políticos del que tanto se enorgullece, la elite periodística mundial se dejó llevar por la esperanza de que la elección de Obama abriría las puertas de una nueva época de paz, transparencia y buena voluntad universal. La ilusión ha durado poco, muy poco. Obama mismo sigue siendo el intelectual tranquilo y elocuente de antes, pero puede que dicho perfil no sea el más apropiado para "el hombre más poderoso del mundo", una función que requiere, además de una visión filosófica coherente, muchos dones prácticos. Para comenzar, su capacidad para formar un gobierno respetable ya se ha visto puesta en duda. Una tras otra personas designadas para desempeñar funciones clave han tenido que borrarse porque estaban involucradas en casos de corrupción, como el gobernador "hispano" de Nuevo México, Bill Richardson, nombrado por Obama para encabezar la Secretaría de Comercio, o porque "olvidaron" pagar impuestos, un pecado mayor en Estados Unidos, como los elegidos para ser secretario de Salud, el senador Tom Daschle, y para controlar el presupuesto de la Casa Blanca, Nancy Killefer. Casi compartió su destino otro olvidadizo, el secretario del Tesoro Timothy Geithner, aunque a diferencia de los mencionados se las arregló para zafar. Y como si todo esto no fuera más que suficiente, quien fuera gobernador del estado de Illinois, Rod Blagojevich, fue detenido por agentes federales por intentar vender al mejor postor el escaño en el Senado que dejó libre Obama, recordando así a los norteamericanos que su nuevo presidente es a su modo un producto del turbio mundillo político de Chicago, acaso el más corrupto del país. Una de las promesas más valoradas de Obama, la de cambiar de manera radical la cultura política de Washington, ya parece ridícula: cuando es cuestión de honestidad personal, los demócratas son iguales a los republicanos. El propio Obama dijo: "Metí la pata" -una confesión que refleja cierta ingenuidad- al seleccionar a Richardson, Daschle, Killefer y otros, pero a pesar de lo que habrá aprendido en Chicago, no le será nada fácil distinguir en adelante entre los idóneos y quienes claramente no lo son, de suerte que puede preverse que habrá varios escándalos más. Tampoco le está resultando tan sencillo como esperaban sus partidarios hacer frente a la crisis económica. Insiste en que, a menos que se apruebe en seguida el gigantesco plan de estímulo confeccionado por la gente de Bush y por sus propios asesores, las consecuencias serán "catastróficas", pero los legisladores demócratas lo han atiborrado de tantas medidas pensadas para congraciarse con su clientela particular y sus lobbies favoritos que han brindado a los republicanos un sinnúmero de pretextos para oponérsele. En la reunión reciente de Davos, los asistentes, que conformaban una parte significante de la elite económica planetaria, sólo coincidieron en que no entendían muy bien lo que estaba ocurriendo. ¿Lo entienden Obama y su equipo? Es poco probable, ya que en el origen de la crisis está el colapso de la fe en la palabra ajena, o sea que tiene mucho que ver con la psicología de los agentes económicos y, desde luego, de los consumidores, es decir de todos los demás. En esta situación tan traicionera, las dotes retóricas de Obama podrían resultarle contraproducentes debido a la propensión de los norteamericanos a desconfiar de las palabras altisonantes. Obama, pues, se ve ante un dilema peligroso. Para conservar el apoyo de los millones que quieren creer que su gestión servirá para transformar el mundo, tendrá que tomar medidas claramente progresistas, cuando no populistas, pero es consciente de que si actúa así podría intensificar todavía más la incertidumbre al provocar la reacción previsiblemente negativa de los financistas y empresarios, tanto los grandes que mueven miles de millones de dólares como los chicos que luchan por mantener a flote un negocio familiar. Iniciativas al parecer razonables, como la de limitar a 500.000 dólares anuales el pago a ejecutivos de entidades rescatadas por los contribuyentes, ya han sido denunciadas como demagógicas e inútiles. Entre las prioridades de Obama está la relación con el resto del planeta de la superpotencia que gobierna. Se ha dado por descontado que será mejor de lo que era cuando Bush estaba en la Casa Blanca, pero la verdad es que no hay ninguna garantía de que lo sea. La inclusión en el paquete de estímulo de una cláusula "compre norteamericano" ha sido tomada por los canadienses y los europeos como una declaración de guerra comercial -si Obama la elimina, enojará a sus simpatizantes de la clase trabajadora sindicalizada-. Sus intentos de suavizar la relación de Estados Unidos con los países musulmanes sólo han servido para envalentonar a los islamistas, en especial a los teócratas iraníes, que no han vacilado en aprovechar lo que les pareció una manifestación de debilidad para mofarse de él. En cuanto a su voluntad declarada de aumentar la cantidad de tropas norteamericanas y aliadas en Afganistán, los hay quienes temen que para diferenciarse de Bush, que se concentró en Irak -donde para disgusto de muchos las perspectivas se han vuelto relativamente promisorias-, se haya comprometido con una misión imposible que, de degenerar Pakistán en otro Estado fallido, le exigiría un esfuerzo decididamente mayor que el que tanto le costó a su antecesor. JAMES NEILSON
JAMES NEILSON |
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