Viernes 30 de Enero de 2009 Edicion impresa pag. 18 > Opinion
Los ricos tienen miedo

Los pronósticos que se oyen día tras día son lúgubres. Gurúes prestigiosos dicen que el mundo está al borde de "la parálisis" porque este año la economía planetaria crecerá, a lo sumo, un magro 0,5%. En cuanto al panorama frente a los países ricos -se prevé que sus respectivos productos brutos se reduzcan entre el uno y el tres por ciento-, lo pintan en los colores más oscuros. Para calificarlo, políticos, técnicos y comentaristas de las tendencias más diversas se empeñan en usar palabras como desplome, catástrofe, debacle y otros sinónimos igualmente contundentes, aunque, pensándolo bien, no sería tan terrible que el ingreso promedio de los norteamericanos, europeos y japoneses cayera al nivel que alcanzó un par de años atrás. Al fin y al cabo, en el 2007 nadie hablaba de catástrofes, etc. Por el contrario, con escasas excepciones, quienes hoy en día están rasgándose las vestiduras y vaticinando el colapso inminente de la sociedad de consumo, se afirmaban maravillados por la prosperidad que veían por todos lados.

Parecería que estamos tan acostumbrados a la idea de que el crecimiento económico sea "normal" que casi todos juzgan sumamente pesimistas las previsiones más recientes del Fondo Monetario Internacional y otras entidades parecidas, pero la verdad es que son bastante optimistas. Si sólo nos aguarda una contracción moderada después de la cual las economías principales, acompañadas por las emergentes, se harán aún más productivas de lo que eran antes del crac, el futuro dista de ser tan tétrico como tantos suponen. Si bien muchos perderán su trabajo y otros tendrán que apretarse el cinturón por un rato, los países desarrollados por lo menos poseen los recursos para asegurar que muy pocos compartan el destino de millones de argentinos que en el 2002 cayeron en la indigencia.

¿Por qué, pues, se ha difundido en buena parte del "Primer Mundo" una sensación rayana en el pánico, como si estuviera en vísperas de un cataclismo comparable con la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado? Porque nadie parece entender muy bien los motivos por los que de un día para otro el sistema financiero dejó de funcionar como antes, ni cuáles serán las consecuencias si su eventual recuperación, si es que se recupera, se demora algunos años. Por ser tan misteriosas las finanzas, muchos se han convencido de que la prosperidad que tantos disfrutaban fue una ilusión, el resultado de un truco que no podrá repetirse, que de ahora en más todos tendrán que convivir con la realidad que, es innecesario decirlo, será cruel.

¿Cómo sobrevivir sin aquellos billones de dólares o euros que se esfumaron en un lapso asombrosamente breve?, se preguntan. Puesto que en los países ricos los servicios financieros aportan una proporción significante del producto bruto y, de todos modos, los necesitan quienes se dedican a otras actividades, se teme que el resto de la economía primermundista termine precipitándose por la grieta que se ha abierto. Puede que tal posibilidad sea remota, pero preocupa hasta a los convencidos de que las finanzas son intrínsecamente malas, ya que según ellos tienen más que ver con "números" que con personas, mientras que la "economía real" es virtuosa por ser más "humana", y por lo tanto esperan que la crisis sirva para ponerlas en su lugar.

Además de sentirse consternados por el infarto que acaban de sufrir las instituciones que hacen las veces de un sistema vascular sanguíneo del cuerpo económico, quienes conforman las elites de los países más prósperos sospechan que, si en adelante tienen que depender más de la "economía real", les será imposible impedir que caigan drásticamente sus propios ingresos y, más todavía, los del grueso de sus compatriotas. Entienden que cuando de la producción de bienes materiales se trata, no les será dado competir por mucho tiempo con sus rivales de países como China y la India, donde obreros igualmente capacitados se conforman con salarios que son una mera fracción de los percibidos por sus homólogos norteamericanos, europeos occidentales y japoneses. Hasta ahora, los países ricos han contado con las ventajas que les brindaban su superioridad tecnológica y un sistema educativo más eficaz, pero corren el riesgo de perderlas muy pronto. Como los bisabuelos ambiciosos de los habitantes actuales del Primer Mundo, centenares de millones de jóvenes chinos e indios sienten una pasión obsesiva por la educación que hoy en día es poco común en las sociedades occidentales.

Pues bien: ¿qué sucederá cuando se haga valer el esfuerzo gigantesco así emprendido, algo que tal y como están las cosas no tardará en suceder? Si lo que contará en el mundo de mañana es "el conocimiento", en especial el vinculado con la tecnología, las perspectivas ante los países ricos no son del todo promisorias, ya que en ellos se abandonó hace tiempo la idea, para muchos nada igualitaria, de que los jóvenes deberían esforzarse al máximo porque, mal que bien, el mundo es un lugar decididamente competitivo.

Todos los dirigentes occidentales dicen entender que en última instancia el nivel de vida de las distintas sociedades se verá determinado por el nivel educativo no sólo de los más dotados que se incorporarán a las elites cosmopolitas sino también de los demás, pero pocos han pensado mucho en lo que sería forzoso hacer para que tales convicciones dieran pie a resultados concretos. Y aunque algunos han tomado en serio las palabras de quienes les advierten que para tener una posibilidad de prosperar en los años próximos les convendría esforzarse tanto como sus contemporáneos asiáticos, la mayoría ha preferido resignarse a la mediocridad hedónica que es propia de la civilización comercial de los cincuenta años últimos.

Para los que dependen por completo del estado de la economía del país en que viven, y que por lo tanto gozan de un buen pasar si funciona bien pero son muy pobres si funciona mal aun cuando cumplan las mismas tareas, el porvenir podría ser tan ingrato como prevén los que hablan como si creyeran que la crisis actual es una especie de castigo divino para quienes olvidaron ciertas reglas éticas tradicionales. ¿Sería injusto? En parte, puesto que quienes se verían más perjudicados por el fin de la supremacía occidental no fueron responsables del colapso financiero que ha hecho tambalear la "economía real" del Primer Mundo actual, pero sucede que tampoco lo fueron de la etapa prolongada de prosperidad que tantos beneficios les supuso pero que, de estar en lo cierto los pesimistas auténticos, ya está acercándose a su fin.

 

JAMES NEILSON

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