El único presidente que recibió Barack Obama antes de asumir en Estados Unidos fue el de México, Felipe Calderón. Lo que confirma la prioridad que este país va a tener en su gestión y lo que implica continuidad con las anteriores. Proximidad geográfica, flujo migratorio, narcotráfico y comercio, constituyen puntos clave en la agenda bilateral entre los dos países.
Asimismo, la confirmación de Obama de que va a seguir con el llamado Plan Mérida (que financia la lucha contra la droga en México, tomando como modelo el Plan Colombia que se desarrolló con éxito en ese país bajo la gestión de Uribe), es una clara señal de continuidad. Respecto de Venezuela, la afirmación del nuevo presidente de que Chávez impide el progreso de la región, así como las declaraciones realizadas por este último días antes, diciendo que Obama va a ser un fiasco, demuestran que no hay cambios sustanciales en la relación con ese país. En cuanto a Cuba, la posibilidad de terminar con el embargo está planteada. Pero si se concreta será menos rápido de lo esperado, como está sucediendo ahora con el cierre de la prisión de Guantánamo.
La buena relación entre los EE. UU. y Brasil no es un hecho nuevo y ello se va a ver confirmado en la gestión de Obama.
Ya un siglo atrás, el Barón del Río Branco (1845-1912), el gran artífice de las relaciones exteriores brasileñas, señalaba la importancia de cuidar esta relación bilateral, en momentos en que la Argentina la privilegiaba con el Reino Unido. El alineamiento brasileño con los aliados durante la Segunda Guerra Mundial (mientras la Argentina asumía una postura neutral) profundizó la alianza Washington-Río de Janeiro, que en esos años era la capital brasileña. A comienzos de los ´70, en la época de los gobiernos militares, un secretario de Estado republicano como Henry Kissinger proclamaba que Brasil era el "país llave" con el cual había que entenderse en América del Sur. Y le delegaba, de esa manera, el liderazgo regional. EE. UU. se encuentra, probablemente, con el menor liderazgo político global desde la Segunda Guerra Mundial, mientras que Brasil, al mismo tiempo, pasa por el momento más brillante de su rol internacional, posiblemente, de toda su historia.
Esto ha generado un interés común entre los dos países. Es que el liderazgo regional brasileño hoy resulta funcional a Estados Unidos, que enfrenta crisis en diversos lugares del mundo, siendo su poder desafiado en una forma sin precedente en las últimas décadas. Es así como la creación del Consejo de Seguridad de América del Sur (iniciativa brasileña para crear una estructura de defensa regional sin Washington) fue elogiada desde esa capital. A ello se suma que la recientemente iniciada Cumbre de América Latina y el Caribe (integrada por todos los países del continente, exceptuando sólo a EE. UU. y Canadá) fue aceptada públicamente por Condoleezza Rice, quien sostuvo que no veía incompatibilidad entre ella y la OEA.
Que hoy Brasil elija a Francia como su socio en materia de tecnología militar, en otro momento hubiera generado suspicacias en Washington. Pero ahora es aceptado sin reparo alguno.
En lo político, si un jefe de Estado brasileño de centro-izquierda como Lula llega a una relación óptima con los EE. UU. con el presidente republicano más ideologizado desde la Segunda Guerra Mundial, lo lógico es que con un mandatario demócrata más moderado, esta buena relación no sólo se mantenga, sino que, incluso, progrese. Por todas estas razones, la combinación del primer presidente afro en los EE. UU. con el primer presidente obrero en Brasil puede no sólo ser un dato eficaz para la política regional, sino también para la diplomacia global.
Mirando a largo plazo, el reciente hallazgo de recursos petroleros en Brasil (más allá de la baja circunstancial del precio del barril) consolida la posición de este país como líder en América del Sur y refuerza su objetivo de ser el único de la región con vocación de actor global.
Su intención estratégica es clara: ser una de las cuatro potencias emergentes del siglo XXI, junto con China, India y Rusia, con los cuales conforma la sigla BRIC, denominación con la que se llama a los cuatro países en los mercados internacionales.
En la reciente visita del presidente Medvedev a Brasil, Lula obtuvo un éxito importante: la convocatoria de la primera cumbre de presidentes de las cuatro potencias emergentes que tendrá lugar en Rusia en este año. Las dos potencias asiáticas son importadoras de petróleo, mientras que la tercera es exportadora y, con el hallazgo reciente, Brasil se proyecta como un país con excedente, en un mundo en el cual probablemente la energía tendrá cada vez más valor. En América del Sur, Brasil representa la mitad de los doce países que la integran, por PBI, población y territorio.
Hasta comienzos del siglo XXI, era un neto importador de petróleo, lo cual significaba cierta vulnerabilidad: desventaja frente a Venezuela, el mayor exportador de la subregión, y frente a la Argentina, que se autoabastecía y tenía márgenes para la exportación. Brasil busca ser la primera potencia ya no sólo de América del Sur sino de toda América Latina y el único actor global de la región. Lo que es coincidente y no divergente con la política latinoamericana de Obama.
En este marco, Obama mostrará más líneas de continuidad que de ruptura, como está sucediendo con el resto de las políticas, áreas y cuestiones. México y Brasil seguirán siendo las alianzas prioritarias y Venezuela, más que Cuba, el conflicto más importante a resolver.
En cuanto a la Argentina, que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner visite Cuba y se reúna con Raúl Castro casi al mismo tiempo que Obama asume en Estados Unidos, confirma que el país carece de una estrategia. El nuevo mandatario tiene imagen positiva para cuatro de cada cinco personas en el mundo y lo mismo sucede en la Argentina.
Con Bush, el acercamiento a Washington restaba y no sumaba en la opinión pública local. Pero ahora, la proximidad con Obama, mucho más popular que su predecesor, sumaría en la opinión pública argentina en un año de elecciones legislativas.
De hecho, Obama tiene en la Argentina más del doble de imagen positiva que los Kirchner, y la política exterior de las últimas dos administraciones (que siempre estuvo muy atenta a los sondeos) no parece registrarlo. Se trata de una oportunidad perdida que, aunque el embajador de Estados Unidos en el país, Earl Wayne, lo minimice, le hubiera permitido a Cristina ganar, incluso, popularidad en el ámbito nacional.
ROSENDO FRAGA (*)
Newsweek
(*) Director del centro de estudios Unión para la Nueva Mayoría.