Hoy, 20 de enero, termina una era en el mundo: la presidida por George W. Bush, Richard Cheney y sus colaboradores, ultraliberales, unilateralistas, sin demasiados escrúpulos para tratar a sus enemigos y agresivos con las libertades civiles que enorgullecieron desde hace décadas a los Estados Unidos.
El comienzo de su carrera como presidente estuvo signado por la sospecha de fraude. Favoreció a los ricos y abandonó a los pobres en ocasión de la prevista y no atendida destrucción de Nueva Orleans.
El final de su era de ocho años no es gloriosa: Bush se va como el presidente menos apoyado por su pueblo en toda la historia de los EE. UU., después de haber recibido más del 80% de apoyo en la reacción de "amuchamiento" que siguió a los golpes del 11 de setiembre de 2001.
Es cierto que fueron atacados, pero usaron este hecho como argumento para justificar muchas de sus violaciones a los derechos de otros pueblos. También adhirieron a la peligrosa teoría del Choque de las Civilizaciones, en la que Paul Huntington procuraba establecer una explicación simplista de todo lo que ocurría en el mundo en términos de la incompatibilidad de culturas diferentes. Es más: esta tesis podría haber funcionado como profecía autocumplidora, al extremar los enfrentamientos entre Occidente y el mundo islámico, a pesar de afirmar muchas veces que luchaba contra el terrorismo y no contra el Islam. Pero no vaciló en invadir Irak para exportar su propia interpretación de "democracia". Recordemos que su padre había evitado dar el paso de derrocar a Hussein por temor a lo que efectivamente ocurrió después: la descomposición de un país donde el inestable equilibrio entre tres enemigos obligados a convivir: chiítas, sunnitas y kurdos sólo era mantenido por el duro pero laico puño de Saddam. Pero el petróleo iraquí fue más fuerte. Y Bush no vaciló en mentirle al pueblo de EE. UU. sobre las armas de destrucción masiva de Saddam. Ni se le ocurrió proteger los tesoros históricos del Museo de Bagdad.
No nos vamos a hacer eco, en estas líneas, de las sospechas que inspiraron a algunos "conspirativistas" los mismos atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono; pero nunca se demostró la culpabilidad de Ben Laden, cuya familia era muy amiga de los Bush y a quienes se concedieron excepciones para que lograran salir de los EE. UU., y a cuyo líder nunca se encontró, a pesar de la invasión de Afganistán. No se trata, evidentemente, de defender el terrible régimen talibán, pero allí también los estadounidenses habían apoyado y armado a sus futuros enemigos cuando luchaban contra los rusos, así como apoyaron a Saddam contra la revolución iraní. Pero la coherencia no es una virtud entre los políticos, como los argentinos sabemos muy bien.
Bush termina su mandato con una descomunal crisis financiera mundial que nos arrastra tanto como la terrible sequía, y que es un fenómeno estructural. En los circuitos financieros circulan sumas de dinero que equivalen a cerca de veinte veces el valor de todos los bienes materiales: es un mundo ficticio el que derrumba, pero arrastra consigo parte del mundo real.
¿Qué mundo espera a Obama? En primer lugar, digamos que parece un milagro el que un hombre de color (negro, dirían Les Luthiers) vaya a ocupar la Casa Blanca. Pero le espera una "pesada herencia" -esta vez en serio, no como les ocurre a tantos gobiernos latinoamericanos-. Una crisis financiera que destruye puestos de trabajo en todo el mundo; una guerra empantanada en Irak y otra en Afganistán y otra más, en Medio Oriente, aunque allí los EE. UU. sólo apoyan. Un posible conflicto con Irán. Una prisión en Guantánamo que es completamente ilegal. Un sistema impositivo retrógrado que sólo favorece a los ricos. Una ciudad -New Orleans- que sigue destruida y con su población dispersa. Un sistema de salud en crisis...
No es un panorama envidiable. Por otra parte, Obama ha designado a demasiados miembros del "establishment" como para esperar grandes cambios, a los que el sistema del poder financiero-militar ha de oponerse con todas sus fuerzas, que son enormes. Hay un peligro que acecha a Obama, además del obvio, el asesinato político: es el exceso de expectativas que su ascenso a la Sala Oval despierta en todo el mundo.
La coherencia tampoco es una virtud del sistema financiero: se proclama el liberalismo y se practica lo contrario, limitando los mercados propios y abriendo -a veces por la fuerza- los ajenos. Tal ha sido la historia desde antes de la Revolución Industrial... y la crisis está poniendo a descubierto un aspecto de la situación mundial que ya se venía insinuando desde hacía varios años: el fin del sueño hegemonista de los EE. UU. con una ampliación del número de centros de decisión y -¡ojalá!- una revalorización de las Naciones Unidas, debilitadas y sistemáticamente desdeñadas hasta la irrelevancia por el gobierno saliente. Esto incluye algunos de los tratados internacionales -como el de no-proliferación nuclear, la prohibición de misiles antimisiles y de ensayos nucleares, la guerra en el espacio y Kyoto o algo mejor- que han sido declarados irrelevantes por una superpotencia segura de su predominio absoluto.
Claro, Naciones Unidas -el mundo- está demasiado llena de países con gobiernos opresores de pueblos -los propios u otros- como para ser muy creíble. A pesar de todo, es preferible que exista a que todo se resuelva abiertamente por la fuerza.
En una palabra, Obama encuentra un mundo notablemente más complejo que lo que nos quiso hacer creer el régimen de Bush. Le deseo que comprenda ese hecho elemental, que no siga comportándose como el dueño del mundo que es "ancho y ajeno" y que su gobierno haga todo lo que su enorme poder le permite para mediar en los conflictos que parecen no tener solución, como el planteado por Israel y Palestina.
TOMÁS BUCH (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Tecnólogo generalista