El triunfo electoral de Barack Obama fue festejado con júbilo por todos los muchos norteamericanos, latinoamericanos, europeos y otros que habían aprendido a odiar a George W. Bush, un mandatario que, gracias en buena medida a los ataques de sus enemigos internos y a la hostilidad implacable de los muy influyentes medios progresistas de Estados Unidos acompañados por sus repetidoras en el resto del mundo, pronto se vio convertido en el "gran Satanás" internacional. Creían que, una vez en la Casa Blanca, Obama, el hijo "progre" de un antropóloga anglosajona y un estudiante keniata que no tardó en esfumarse, se pondría a remediar todo lo malo hecho por el "cowboy" para que Estados Unidos se transformara en un país maravillosamente benigno que estaría más que dispuesto a subordinar sus propios intereses a los de aquellas partes de la comunidad internacional que le parecieran dignas de solidaridad. Por supuesto que los entusiasmados por la llegada de Obama confiaban en que su gestión sería radicalmente distinta de la de Bush, a su juicio un infradotado que, por una mezcla de estupidez, codicia y belicosidad rudimentaria, había provocado una serie catastrófica de desastres.

¿Lo será? Parecería que no. El deterioro vertiginoso de la situación económica aparte, acaso lo más notable del largo período de transición que comenzó el 4 de noviembre del año pasado y terminará el martes próximo haya sido la convergencia de Obama y Bush y el respeto mutuo que se han mostrado. Tanto el izquierdista revolucionario de Illinois como el ultraderechista de Texas, de la propaganda de sus respectivos enemigos, se han movido hacia el centro del mapa ideológico con el resultado de que en vísperas de la inauguración de la presidencia de Obama sería difícil encontrar muchas diferencias significantes entre los dos. Tal vez la única que reviste cierta importancia es la supuesta por la adhesión de Obama a la tesis, muy popular entre los progresistas, de que el mundo está calentándose con rapidez alarmante debido a las emisiones de gases carbónicos y su compromiso resultante con una economía mucho más verde, pero es posible que pronto abandone dicho proyecto porque los costos de implementarlo serían colosales y, de todos modos, parecería que el planeta está enfriándose nuevamente ya que a partir del 2001 la temperatura promedio ha bajado.

En cuanto a lo demás, las posturas del presidente saliente y el entrante son muy similares. Ambos coinciden en que hay que luchar por todos los medios contra el terrorismo islamista, seguir apoyando a Israel y a los gobiernos elegidos de Irak y Afganistán, procurar impedir que Irán se pertreche de armas nucleares, tomar muy en serio el peligro planteado por Pakistán y tratar de obligar a los europeos a aportar mucho más a la defensa común. Frente a tales problemas, Obama a menudo resulta ser un halcón mientras que, en la fase final de su gestión, Bush se parece bastante a una paloma. Asimismo, los dos comparten la convicción de que para salir del pozo económico en que el mundo rico -encabezado por Estados Unidos- se ha precipitado, será forzoso gastar cantidades fabulosas de dinero público. Ante todos estos temas, Obama y Bush han cerrado filas para enfrentar a aquellos miembros de sus propios partidos que se aferran a posiciones menos pragmáticas, lo que tiene sentido puesto que no son idénticas las prioridades del encargado del Poder Ejecutivo nacional por un lado y las de los legisladores y los gobernadores provinciales por el otro.

Durante la campaña, Obama hizo suya la bandera del "cambio". No fue un eslogan demasiado original, ya que en todas las democracias es normal que lo empleen los candidatos no oficialistas y, con cierta frecuencia, los oficialistas también, como fue el caso del republicano John McCain que buscó diferenciarse de Bush, pero por motivos que tuvieron más que ver con el color de su piel que con cualquier otra cosa, buena parte del mundo se persuadió de que su eventual victoria sí presagiaría un cambio casi existencial, que la superpotencia antipática que todos creían conocer se vería reemplazada poco después por otra mucho más amable que reflejaría sus propias ilusiones.

Fue una fantasía. Desde luego que habrá muchos cambios porque la historia aún no ha llegado a su fin, pero sorprendería que fueran los previstos por quienes depositaron tanta fe en el demócrata. Obama ha dejado saber que entiende muy bien que será presidente de los Estados Unidos que efectivamente existen y que su gestión sería un fracaso calamitoso si se le ocurriera intentar impulsar los programas ambiciosos soñados por los ideólogos revolucionarios y los teóricos rabiosos del poder negro con los que se codeaba antes de darse cuenta de que podría triunfar.

Por una cuestión de orgullo, Obama no querrá ser recordado como nada más que un aventurero afortunado cuyo éxito se debió a que sus dotes de orador resultaron suficientes como para persuadir al electorado de pasar por alto su falta de experiencia administrativa. Será por eso que desde el 4 de noviembre se ha rodeado de personas prestigiosas procedentes del establishment no sólo demócrata sino también republicano. Según algunos, se trata de una maniobra maquiavélica porque el presidente electo no ha abandonado sus esperanzas juveniles, pero es poco probable que esté aguardando el momento para poner en marcha una revolución anticapitalista y antinorteamericana. Después de todo, Obama es claramente una persona que sabe muy bien adaptarse a las circunstancias, de suerte que no hay motivos para suponer que, en su nuevo papel de presidente del país más poderoso de todos, actuará como si aún fuera un organizador comunitario de Chicago o el seguidor de un pastor negro resentido en guerra contra el hombre blanco.

Los obnubilados por la imagen que Obama ha sabido irradiar aseguran que debido a sus vínculos con África oriental -un detalle que lo distingue de la mayoría abrumadora de los negros norteamericanos que ubican sus raíces en la parte occidental del continente- y su niñez en Indonesia, simpatizará tanto con los pueblos del Tercer Mundo que será mucho más reacio que Bush a echar mano a la fuerza militar. Es posible, pero lo más probable es que Obama, que no tiene por qué compartir la actitud sensiblera -y muy paternalista- de las elites occidentales hacia el resto del género humano, resulte estar plenamente dispuesto a aprovechar el poderío estadounidense en defensa de sus objetivos y que por lo tanto, a diferencia de sus compatriotas blancos progresistas, se resista a caer en la tentación de imaginar que en el fondo todos quieren disfrutar de las mismas cosas que los norteamericanos. De ser así, a aquellos líderes tercermundistas que creen que Obama será mucho más débil que Bush les aguardan algunas sorpresas ingratas.

JAMES NEILSON