Están los que se destacan públicamente y están aquellos que día a día construyen su propia imagen. Los que trascienden y salen en los diarios y los que silenciosamente suman gestos cada día. Los famosos y los desconocidos.
Esta vez no voy a hablar de folclore ni de tradiciones sino, en todo caso, de los que bien podrían ser famosos y no lo son pero se ganan el respeto y la admiración cada día.
Son grandes protagonistas, como alguna vez definí a un tapicero que en su micromundo creó amistades, respeto; que soñó e hizo realidad parte de esos sueños. Están cada día, dan ejemplos, enseñan, corrigen, advierten, halagan y empujan a seguir.
Tanta vuelta para definir a los vecinos, a los buenos vecinos, esos que cuando no están se notan, esos que cuando no están dejan un vacío enorme.
Y mire que en un diario uno publica bastante seguido las peleas o diferencias entre vecinos, de las que sobran ejemplos. De esos que por una medianera son capaces de tomar un arma.
Pocas veces un espacio para los buenos vecinos, para los que construyen y no trascienden. Son las cosas que el periodismo valora de modo diferente puertas adentro de los medios pero puertas afuera, como todo el mundo, comparte los pros y los contras de los vecinos. Y uno mismo puede estar de un lado o del otro, del de los buenos vecinos o del de los malos vecinos.
Todo esto viene a cuento a partir de la muerte de una de mis vecinas, la más valiosa que haya imaginado y la que por suerte me tocó tener. Isabel es su nombre, mujer de trabajo, de objetivos cumplidos y por cumplir, de sueños, de emociones contenidas, de lealtad inquebrantable. Ésa es la vecina que no veré en cada amanecer como cuando cada uno por su lado coincidíamos en el horario para ir a trabajar.
Es la mujer que de rostro serio era capaz de dar todo, la que no estaba conforme hasta que todos hubieran probado sus dulces, el pan casero, el pollo al horno de barro; la que sin importarle si tenía o no fue capaz de un gesto enorme que pocos serían capaces de hacer realidad. Una vez fue testigo del robo de la bici de un canillita y, humilde como era, de pocos recursos, de mucho trabajo y de pocos ingresos, sin pensarlo un minuto le entregó su bici y le dijo "Te la regalo".
Ésa era Isabel, capaz de asumir una multiplicidad de roles, de mujer, de amiga de lujo, de mamá, de abuela, de soñadora, de trabajadora como la mejor.
Y pensó en su muerte como pensamos todos. Poco antes de su partida definitiva, Isabel nos dijo en una rueda de mates que el día en que ella muriera quería que antes de cualquier ceremonia religiosa la pasearan por la calle, la más céntrica de la ciudad, porque a ella le gustaba pasear, que los que supieran de quién se trataba la despidieran desde ese lugar.
La vida nos da estas grandes alegrías, porque más allá de la muerte, una contingencia si se quiere y según desde donde se vea, no será posible olvidar a alguien que desde el alma hizo cada una de las cosas que hizo y que dejó la teoría de la solidaridad para convertirla en una realidad.
Ojalá se multiplicaran por miles estas personas capaces de traducir intenciones en hechos concretos, porque lo hizo aun sin contar muchas veces con recursos para ella ni para su hija. Lo que tuvo lo dio, lo compartió, lo ofreció.
Éstos son los ilustres que no salen en los diarios, los que uno desde su micromundo rescata pero que valen una enormidad. Son los que de verdad construyen, los que no pasan en puntas de pie por el mundo, los que dejan huella.
No dejaremos de sentir los aromas de su vida, aunque ya no esté.
JORGE VERGARA
jvergara@rionegro.com.ar