El presidente electo norteamericano, Barack Obama, dice que es necesaria una "fuerte" intervención estatal en la economía, con muchas "medidas drásticas", porque de lo contrario la recesión podría durar años. Se prevé, pues, que su gestión se caracterice por un grado de intervencionismo gubernamental sólo equiparable con el visto en los años treinta del siglo pasado cuando Franklin Delano Roosevelt bombardeaba a sus compatriotas con "estímulos" que, por desgracia, raramente produjeron los resultados deseados. En Europa, el movedizo mandatario francés, Nicolas Sarkozy, habla de "refundar" el capitalismo, expulsando a los especuladores financieros "amorales" que a su entender son los responsables del desaguisado actual. Aunque nadie sabe muy bien lo que Sarkozy tiene en mente, parece resuelto a reivindicar la vieja tradición dirigista gala y procurar defender a Europa de los vicios que el grueso de sus compatriotas atribuye a los "anglosajones".
Huelga decir que Obama y Sarkozy no son los únicos que piensan de este modo. Desde que cayó muerto hace apenas cuatro meses el banco de inversión Lehman Brothers, por el mundo entero se ha difundido, con rapidez realmente extraordinaria, un consenso según el cual sólo los estados nacionales, o sea, los políticos, podrán mantener a raya el espectro de una depresión planetaria. Luego de sentirse marginados por décadas en que los odiados "neoliberales" llevaban la voz cantante, han regresado al centro del escenario. Robustecidos por la convicción de que se ha iniciado una nueva era, decenas de gobiernos se han puesto a inyectar cantidades astronómicas de dinero en los mercados financieros con la esperanza de reanimarlos pero, para desconcierto de casi todos, las instituciones beneficiadas por la munificencia pública se han mostrado más interesadas en poner en orden sus propias cuentas que en ayudar a los empresarios de la "economía real", para no hablar de los consumidores, dándoles los créditos que precisan.
Por supuesto que la cautela así manifestada molesta sobremanera no sólo a los políticos sino también a muchos otros que imputan la recesión a la codicia de los especuladores y la irresponsabilidad de los banqueros. Desde su punto de vista, los dueños del capital que todavía queda deberían arriesgarse mucho más, a pesar de que según la ortodoxia imperante fue precisamente su propensión a correr riesgos excesivos lo que provocó el derrumbe. ¿Es posible un sistema financiero que cumpla con eficiencia su misión de facilitar créditos a quienes podrían utilizarlos mejor tanto en su propia comarca como en el último confín de la Tierra pero que esté tan cuidadosamente vigilado que quienes operen en él no puedan cometen errores garrafales y tengan que conformarse con ingresos modestos? A menos que los reguladores tengan mucho cuidado, sólo conseguirá prolongar el congelamiento crediticio hasta las calendas griegas, lo que tendría consecuencias desastrosas para la economía mundial que aspiran a salvar. Puesto que el impacto geopolítico de una depresión generalizada sería con toda seguridad catastrófico, hay que rezar para que el resultado de sus intentos de disciplinar a los universalmente despreciados financistas no sea tan contundente como esperan los indignados por la "codicia" de sus representantes más notorios.
Que los políticos se afirmen en condiciones de encontrar una salida del laberinto en que el mundo se ha metido es sin duda lógico. Su oficio los obliga a exagerar su propia aptitud para resolver dificultades -y a minimizar la de sus congéneres- de suerte que sería poco razonable pedirles más humildad. Asimismo, en tiempos tan desconcertantes como los actuales, la ciudadanía rasa, que es habitualmente escéptica cuando es cuestión de la capacidad de los políticos locales para solucionar cualquier problema, por menor que fuera, quiere confiar en que ellos sí sabrán lo que es forzoso hacer para que vuelva la "normalidad", lo que es un motivo por el que muchos norteamericanos sienten tanta fe en Obama y en el equipo de financistas que ha seleccionado para ayudarlo.
Por desgracia, el optimismo voluntarista así manifestado no parece haber incidido demasiado en la conducta de los inversores y empresarios que, bien que mal, son quienes tendrán la última palabra, ya que lo que hagan en los meses próximos determinará si la recesión resulta ser breve o sólo el preludio de una depresión auténtica. Aunque quienes manejan el dinero están tan impresionados como el que más por las dimensiones colosales de los "paquetes de estímulo" que los gobiernos están produciendo en un esfuerzo por asegurarles de que el futuro está en buenas manos y que por lo tanto podrán reanudar sus actividades sin preocuparse por más sorpresas ingratas, también están preparándose para una etapa larga de vacas flacas. No sólo en Estados Unidos y Europa, sino también en China e incluso en América Latina, los agentes económicos, trátese de magnates multimillonarios o amas de casa, están gastando menos y ahorrando más, con el resultado de que lugares que de otro modo se verían poco afectados por la crisis podrían estar entre los más duramente golpeados.
El pesimismo que se ha apoderado de medio mundo no es irracional. Si lo que nos aguarda es una economía internacional dominada por políticos resueltos a regular todo, "refundando" el sistema capitalista para reducir al mínimo el riesgo de que se formen nuevas burbujas, las tasas de crecimiento altas que han disfrutado tantos países en los años últimos no se repetirán por mucho tiempo más. Es fácil olvidar que el regreso del liberalismo económico aproximadamente treinta años atrás se debió menos a la prédica de algunos teóricos que a las deficiencias evidentes del dirigismo que en aquel entonces era normal en los países ricos. Merced a la reacción contra un orden casi paralizado por una combinación nefasta de estancamiento e inflación, no sólo el Primer Mundo sino también muchas partes del Tercero gozaron de decenios de prosperidad creciente.
Es por lo tanto comprensible que hasta los asustados por el derretimiento financiero de los meses últimos y aliviados por la decisión de tantos gobiernos de apuntalar al sistema bancario no sientan entusiasmo por la idea de que en adelante haya una fuerte intervención estatal en el manejo de las distintas economías. Aun cuando supongan que la alternativa sería peor, entenderán que de imponerse el dirigismo regulador tendrían que resignarse a años, acaso décadas, de crecimiento letárgico.
JAMES NEILSON