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Un dilema norteamericano | ||
En el 2008 estalló la gran crisis financiera que fue provocada en última instancia por la voluntad de los norteamericanos de vivir por encima de sus medios. Aunque muchos, entre ellos los despreciados técnicos del FMI, habían advertido antes que la situación así supuesta no podría sostenerse indefinidamente, la magnitud de la debacle resultante, con la caída en cascada de instituciones gigantescas no sólo en Estados Unidos sino también en otras partes del planeta, sorprendió a virtualmente todos. Puede entenderse, pues, que las previsiones de los especialistas para el 2009 sean tan pesimistas como fueron optimistas las formuladas apenas un año antes cuando la mayoría pronosticaba que la economía mundial seguiría disfrutando de tasas de crecimiento elevadas y que, merced a la voracidad de China, los precios de los commodities se mantendrían muy altos. En todas partes se han resignado a que este año el impacto del tsunami financiero se haga sentir con fuerza en la "economía real", destruyendo miles de empresas y millones de empleos. Y en efecto, en los días finales del año pasado y los primeros del actual en América del Norte, Europa y Asia se difundieron informes según los cuales la producción industrial está cayendo abruptamente y, con ella, el comercio internacional. Aunque las perspectivas frente a la Argentina no son buenas, siempre y cuando el gobierno no cometa demasiados errores gruesos sufriremos mucho menos que otros países "emergentes", como Rusia, que dependen casi por completo de la exportación de materias primas como el petróleo y el gas. Al fin y al cabo, el default de los días finales del 2001 ya sirvió para desacoplarnos del sistema financiero mundial mientras que en comparación con otros países nuestro comercio internacional ha sido relativamente escaso desde hace mucho tiempo. La reacción natural ante la llegada de malos tiempos económicos consiste en reducir los gastos superfluos, ahorrar más y esperar a que la "normalidad" regrese cuanto antes. Es lo que están haciendo los banqueros, empresarios y consumidores tanto de los países ricos como de los emergentes y los irremediablemente pobres. Sin embargo, lo que es perfectamente lógico en el caso de cada uno no lo es para el conjunto. A menos que los bancos presten más dinero, los empresarios produzcan más y los consumidores vuelvan a consumir como lo hacían medio año atrás, la recesión se prolongará con el peligro de que se transforme en una depresión auténtica. Conscientes de esta realidad, gobiernos que se enorgullecían de su extrema prudencia se han puesto a despilfarrar cantidades colosales de dinero sin preocuparse por las deudas que están acumulando y que tarde o temprano ellos o sus sucesores tendrán que enfrentar, pero hasta ahora sus esfuerzos por convencer a sus compatriotas de que es necesario ser manirrotos no han comenzado a brindar los frutos deseados. En Estados Unidos, la Unión Europea y el Japón, la mayoría parece creer que se ha iniciado una era signada por la austeridad y está actuando en consecuencia. El terremoto financiero tuvo su epicentro en Estados Unidos. Sus repercusiones casi inmediatas en el resto del planeta confirmaron de manera paradójica que, a pesar del crecimiento explosivo de China y la fortaleza del euro, la superpotencia sigue dominando la economía mundial. Si por no contar con recursos adecuados o por entender que no les convendría para nada arriesgarse los consumidores norteamericanos continúan optando por la cautela, la recuperación se demorará, razón por la que el gobierno saliente de George W. Bush y el entrante de su sucesor electo Barack Obama esperan que vuelvan pronto a gastar su dinero comprando cosas. En el corto plazo, sería del interés de todos que lo hicieran, pero tarde o temprano los norteamericanos tendrán que aprender a dejar de vivir a crédito. Hasta que se restaure cierto equilibrio entre sus ingresos genuinos y sus egresos, persistirá el riesgo de que en cualquier momento se produzca otra crisis como la actual, de suerte que una recuperación rápida posibilitada por la reincidencia de los norteamericanos en los vicios que los llevaron al colapso financiero del tercer trimestre del año pasado sería tan precaria que debería motivar más preocupación que alivio. | ||
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