Cincuenta años atrás la mayoría de los niños argentinos teníamos la cabeza y el corazón armónicamente situados entre el pasado y el futuro. Éste se nos prometía conquistable o al menos domesticable, siempre que contáramos con una voluntad de hierro y esfuerzos proporcionados a la grandeza de nuestros anhelos particulares.
El futuro nos arrojaba el guante y lo tomábamos con orgullo, conscientes de cuáles eran nuestras adscripciones de clase y el peso de nuestros equipajes particulares; por lo tanto, de cuán alta era la montaña para cada uno.
Gracias a la educación universal, a la cultura del esfuerzo y a nuestra imaginación, que nos convocaban a volar como jamás habíamos creído ser capaces de hacerlo, pudimos crecer creyendo posible el futuro.
Había mucho más de revancha que de triunfalismo en tantas ansias nuestras. Quizá por eso, sin que lo percibiéramos, el futuro iba dejando de ser la construcción sustentable de nuestra experiencia histórica personal, es decir, enlazada al presente real de nuestra generación, para convertirse en imaginación desbordada y provocadora que nos compelía a la ruptura con la realidad ya que todos los sueños parecían posibles.
Como miembros de la juventud argentina y latinoamericana buscábamos una identidad, una voz, un perfil y un espacio de autocontención a nuestra medida, impugnando y derribando íconos de toda clase.
Soltar amarras y volar era el perfume de la época, por lo que a fuerza de pretender y de intentar imaginamos que nos remontábamos tan alto que? nos ocurrió lo de Icaro, y caímos desde las alturas a que cada uno imaginaba haber llegado.
Todo cambió desde entonces. A la mayoría de nosotros nos empujaba la fuerza de la memoria de nuestros mayores acerca de su expulsión del mítico Edén peronista, trasvasada a los más jóvenes de nosotros (sin memoria propia) merced a los relatos con que ese colectivo metafísico llamado pueblo escribía su propia historia, según nos parecía que así sucedía en la realidad.
Esa memoria del desierto, exultante, potente, era pura energía. Tras la caída, sin embargo, se convirtió en lamento. Pero si antes nos había hecho apretar los dientes con determinación ante obstáculos de toda clase, mientras seguíamos mirando hacia adelante, lo que vino después quebró y fragmentó al colectivo y a sus innumerables partes individuales. Nunca más pudimos ni quisimos recomponer aquel relato histórico vivido, pues por entonces las lagunas eran irrellenables y dolorosas.
Muchos sobrevivientes se dedicaron a evocar -como homenaje a tantos ausentes queridos-. Algunos trataron de olvidar para atenuar la tremenda decepción y el dolor que los envolvía. Y otros se arreglaron bien, se acicalaron y decidieron estar vigilantes, por lo menos provisoriamente: en una de ésas, algún día, antes de la salida de escena definitiva, quizá? la taba les cayera de punta.
Y así llegamos a hoy, treinta o cuarenta años después, con la omnipresencia de apelaciones hegemónicas a "la memoria" para connotar aquellos tiempos fantásticos, épicos, míticos, en medio de un mundo extraño que marcha a otra velocidad y con otros supuestos.
Sin embargo, esa pretensión de cobertura cronológica como referencialidad contestataria es arbitraria. No es verdadera. No fue así en verdad: esa parte fue sólo parte. El resto de las manifestaciones sociales de entonces, las de signo diferente, ocupó muchísimo mayor espacio que el contestatario
Sin embargo, hoy existe una canonización de nuestros setenta con carácter absolutista, tanto que no se comprende cómo puede haber sido tan hegemónica y excluyentemente "revolucionaria" siendo que en la realidad nos matamos entre hermanos justificando sublimemente nuestros respectivos pequeños y grandes asesinatos.
El gobierno actual no admite la pluralidad de miradas retrospectivas, es decir, de sentidos múltiples, pero como no puede impedir la emergencia de memorias alternativas a las que él promueve, como es lógico en el mundo social, manipula las interpretaciones, mediáticamente favorece a unas y obstaculiza a otras, induciendo la formación de una memoria colectiva oficial ensamblada y coherentizada en una red de correspondencias políticas e ideológicas que de esa manera hacen más bulto y ruido.
Y lo hace con un discurso sensiblero y quejumbroso, asumiendo el rol genérico de la víctima universal, apelando a valores grandes y nobles, emancipatorios, humanistas hasta el paroxismo, pero desmentidos absolutamente en la vida política cotidiana a su cargo y bajo su influencia.
A tal gobierno, tal Estado y viceversa. El Estado, pues, es siempre autoritario, por lo que en el nivel de las creencias y por su intermedio se produce y reproduce como dominante, no democrático. Por eso existen memorias dominantes, "privilegiadas", "conspicuas" y otras subordinadas, acalladas, reprimidas.
De modo que no hay democratización posible de la historia ni de las memorias bajo la égida de un Estado pragmático, oportunista, populista en suma.
Cuando esto sucede, los muertos se revuelven molestos en sus tumbas, sin poder hallar la paz a que todo ser humano tiene derecho por el hecho irreversible de su dignidad, independientemente de sus virtudes, sus pecados, sus luces o sus sombras.
Hoy ya no hay historia de todos ni para todos, sólo hay memorias contradictorias, sectoriales y sectarias, con derecho a ser oídas por cierto. Pero hoy, a diferencia de nuestra infancia, ya no existe el futuro -salvo para "los amigos"- pues lo han asesinado.
Y afirmar esto no significa plantear ni postular la "muerte de la historia", el cliché paralizante de los últimos veinte años. Al contrario, hoy más que nunca hace falta escribir historia, pero a la historia la hacen los historiadores con rigurosos métodos y espíritu crítico, con autonomía y coraje, sin eufemismos ni argumentos diversionistas, ni hincando la cerviz con arrobados gestos de admiración a los dictadores del pensamiento de hoy.
CARLOS SCHULMAISTER (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Profesor de Historia