Según los voceros del régimen militar que gobernó el país entre marzo de 1976 y diciembre de 1983, la causa de los derechos humanos, la que para su desconcierto cobraba fuerza tanto aquí como en el resto del mundo cuando la guerra sucia terminaba, era sólo un arma política utilizada por sus enemigos. A más de un cuarto de siglo de la restauración de la democracia, los únicos que comparten dicha tesis son aquellos personajes de mentalidad totalitaria que, sobre la base de la noción difundida de que las víctimas de una injusticia poseen una autoridad moral incuestionable, se creen facultados para decirles a los jueces lo que deberían hacer. Hace un par de días, la jefa de una agrupación subsidiada por el gobierno kirchnerista, las Madres de Plaza de Mayo, amenazó con "escrachar" a los jueces que acatan la ley aun cuando favorezca a presuntos culpables de crímenes de lesa humanidad, en "los lugares adonde ellos y sus familias asisten: restoranes, peluquerías, casas de moda, concesionarias de automóviles", con el propósito de obligarlos a renunciar para que "podamos hacer juicio para llevarlos a prisión".
El motivo de esta manifestación típicamente fascista de desprecio por la Justicia "burguesa" fue el fallo de la Sala II de la Corte de Casación que dispuso la libertad de varios acusados de haber cometido graves violaciones de los derechos humanos treinta años atrás porque según las normas internacionales que están incorporadas a la Constitución nacional no se puede prolongar indefinidamente la prisión preventiva. Puesto que se excedieron por varios años los plazos permitidos, los jueces tuvieron que optar entre respetar las pautas fijadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por un lado y ceder ante las inevitables presiones políticas por el otro. Habrán previsto que inclinarse por la primera alternativa les supondría muchas dificultades personales, pero entendieron que elegir la segunda significaría aceptar que en la Argentina la Justicia es sólo una farsa al servicio de los grupos más poderosos de turno.
La Argentina democrática no puede guiarse por los mismos principios que el país del Proceso, como en efecto se proponen los resueltos a politizar la Justicia. Es mejor que a veces se vea favorecido un presunto malhechor de lo que sería que resultaran condenados inocentes sobre la base de prejuicios ideológicos u odios personales, por comprensibles que éstos fueran. Por lo demás, a menos que la Justicia funcione de acuerdo con la ley, los acusados de perpetrar crímenes de lesa humanidad tendrán pleno derecho a afirmar que no pueden recibir un juicio justo en la Argentina actual y por lo tanto las condenas por violar los derechos humanos sólo se deben a las vicisitudes políticas del país. Mal que les pese a ciertos militantes políticos, todos, incluyendo a personas como Alfredo Astiz, son inocentes hasta que la Justicia decida lo contrario. Y si, como es el caso, la Justicia trabaja con extrema lentitud, con el resultado de que los jueces no pueden tramitar en un plazo razonable todas las causas en que entienden, la morosidad así supuesta es responsabilidad del Poder Legislativo, que no ha hecho nada para modernizarla.
Aunque el Proceso militar ya pertenece al pasado, ciertas actitudes que lo hicieron posible siguen teniendo muchos cultores en el país, entre los cuales están los que han hecho de los derechos humanos una fuente de ingresos, de poder y de figuración personal. Conforme al secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, en el Poder Judicial se encuentran "elementos que comparten la ideología represiva y que favorecen a los genocidas". Es factible que así sea, aunque no hay evidencia alguna de que los jueces de la Cámara de Casación integren el lote así definido, porque a través de los años se han visto promocionadas sucesivas camadas de juristas comprometidos con una variedad heterogénea de posturas ideológicas y religiosas. Aunque aquí, como en todos los países democráticos, siempre habrá algunos jueces cuyas opiniones personales escandalicen a quienes no las compartan, sería tremendamente peligroso que un gobierno constitucional se creyera con derecho a depurar la Justicia de los "elementos" que no le gustan, estableciendo así un precedente que otros de signo ideológico distinto podrían sentirse tentados a aprovechar.