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Hace poco le preguntaron a Umberto Eco qué pensaba sobre esta etapa avanzada de su vida y él, sin complejos, hizo algunos comentarios sobre cosas tales como la sensación de que los tiempos se han acelerado de un modo que se le aparece vertiginoso. Tiene la impresión de que todo lo que existe será obsoleto dentro de muy poco, de que hay una velocidad en los procesos de tal ímpetu que quizá la psicología humana no logrará adaptarse. Un ejemplo que advierte en su profesión docente es que en ninguna bibliografía científica se citan ya libros que tengan más de cinco años. Los que fueron publicados antes casi no cuentan. Hay muchas otras complejidades. Ahora la gente tiene en internet toda la información que desee pero en general no sabe bien cuál es buena y cuál no lo es, cuál merece crédito y cuál es deficiente o falsa. Muy pronto la misma internet será un sistema obsoleto, como lo han sido docenas de artefactos que tuvieron su época y sobre los que se abalanzaron muchedumbres. Hasta los celulares evolucionan, cambian y se transforman como el mitológico Proteo, multiforme deidad de los antiguos griegos. Y hay en todo esto una consecuencia grave: la velocidad de las cosas y de los sucesos provocará el deterioro de la memoria. Las generaciones jóvenes, que ya no leen libros ni diarios y se comunican a través de SMS, la tienen cada vez más pobre. Evoca que ya en 1960 alguien le preguntó a un escolar francés si recordaba el nombre de un personaje extranjero que había marcado a fuego su país veinte años antes y cuando, ante su silencio, se lo aclararon él musitó: "¿Hitler...? Connais pas" (No lo conozco). La superabundancia de información se traduce en pérdida de memoria; difícilmente en ganancia de conocimiento. Uno de los problemas contemporáneos es que, ante la catarata de datos irrelevantes a que accedemos, nos enfrentamos con la dificultad de seleccionarlos. Se pierde la memoria, no sólo la histórica, y ello es muy, pero muy serio, dado que la memoria es propiamente nuestra identidad, nuestra alma. Parece que marchamos hacia una humanidad de zombies, concluye el semiólogo italiano con amargura. Hay un libro publicado por un especialista holandés que repasa casi todo lo que se sabe sobre la memoria -un saber evidentemente insatisfactorio a pesar de los esfuerzos de físicos, biólogos, psicólogos y psiquiatras- y cuyo título señala un problema interesante, específico de esta facultad de la mente humana: "Por qué la vida parece acelerarse cuando envejecemos: cómo la memoria configura nuestro pasado". En su último capítulo el libro analiza la sensación subjetiva de que la vida comienza a pasar muy rápido y con un ritmo creciente a medida que uno envejece. En nuestra juventud nos sentíamos impacientes por salir a las cosas del mundo y el tiempo parecía desesperadamente lento en relación con nuestras ansias. Inversamente, cuando nos aproximamos al ocaso el proceso cambia: la gente mayor, aunque quiere extender cuanto sea posible su existencia, se angustia ante el percibir que el pasaje de los días se hace cada vez más acelerado y el tiempo, cada vez más breve. En el otoño de las vidas no sólo los días, los meses y los años parece que vuelan. Los propios diálogos entre camaradas o matrimonios maduros se convierten en un obstinado retorno a evocaciones melancólicas de amigos y familiares que se fueron (como en el verso de Borges: "¿Dónde estarán? Pregunta la elegía/de quienes ya no son, como si hubiera/una región en que el Ayer pudiera/ser el Hoy, el Aún y el Todavía"). O, en todo caso, hitos de distintos tipos, personales o públicos -pensemos en la rememoración reciente de avatares políticos en los 25 años de democracia del país- que se les presentan como si fueran de hace poco y ocurrieron sin embargo un largo tiempo atrás. "Parece que fue ayer...". Hay varias explicaciones propuestas para este fenómeno bien conocido que es la sensación subjetiva de una aceleración existencial y al cual, por otra parte, en estos tiempos algunos aprecian no exclusivo de los que envejecen. Unas intentan ser serias y otras resultan fantásticas (un ejemplo es la llamada "Resonancia Schumann", que lo adjudica a un fenómeno de perturbación del campo magnético del planeta que influye sobre nuestros ritmos mentales) pero nadie ha podido llegar a una que sea científicamente satisfactoria. El aludido psicólogo holandés no encuentra otro recurso que acudir a una cita ajena para clausurar de otro modo, literariamente, su inquietud. Se trata de la metáfora propuesta por un filósofo que tuvo larga vida -el alemán Ernst Jünger (1895-1998)- y que expresa: "En los relojes de vidrio los granos de arena se deslizan suavemente frotándose entre sí hasta que finalmente, puliendo la garganta y haciéndola más ancha todo el tiempo, fluyen casi sin fricción de un bulbo al otro. Cuanto más viejo el reloj de arena, más rápidamente corren los granos. Sin darnos cuenta, ese reloj mide horas cada vez más cortas". Las metáforas suelen ser fáciles; las explicaciones, no tanto. HÉCTOR CIAPUSCIO (*) Especial para "Río Negro" (*) Doctor en Filosofía
HÉCTOR CIAPUSCIO |
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