Religiosos a quienes les gusta hablar pestes del materialismo de las sociedades modernas no son los únicos que crean que el colapso financiero que está convulsionando la economía mundial tendrá algunas consecuencias beneficiosas. Comparten su punto de vista muchos ateos, agnósticos e indiferentes, de ahí la propensión generalizada a atribuir la burbuja que finalmente estalló hace tres meses a "la codicia" no sólo de quienes habían aprovechado las oportunidades brindadas por la bonanza para adquirir fortunas sino también de los millones de inversores más humildes que buscaron ganancias mayores. Aunque no hay motivos para suponer que tales personas son más codiciosas de lo que eran sus antecesores - desde la antigüedad es tradicional lamentar el afán de lucro de los contemporáneos, comparándolo con la sobriedad de los hombres y mujeres de antes -, la voluntad de tomar el consumo tanto propio como ajeno por un síntoma de decadencia es siempre muy fuerte.
En América del Norte, Europa, Australia y el Japón, está consolidándose el consenso de que la caída estrepitosa de las plazas bursátiles y otros mercados es un castigo merecido por los años de opulencia insolente que la precedieron. A partir de agosto pasado, los medios periodísticos del Primer Mundo se han llenado de comentarios en torno a lo malo que es suponer que la acumulación de bienes materiales sirva para mejorar la calidad de vida. Como alcohólicos avergonzados que están resueltos a curarse de su adicción, juran que en adelante no despilfarrarán dinero en cosas superfluas y manifiestan su esperanza de que los demás procuren emularlos. Con cierta envidia, conservadores y progresistas aluden a las penurias de sus abuelos o bisabuelos en tiempos de guerra y subrayan que a pesar de ellas no eran menos felices que sus descendientes derrochadores.
Esta forma de reaccionar ante un crac financiero puede considerarse muy saludable. ¿No sería espléndido que las sociedades occidentales abandonaran el materialismo craso de los años últimos? En principio, sí lo sería, pero los costos de una revolución cultural del tipo que quisieran ver los convencidos de que en el fondo los problemas económicos se deben a las deficiencias morales de sociedades obsesionadas por el dinero fácil serían con toda seguridad enormes, ya que los ingresos de centenares de millones de personas tanto en los países ricos como en los pobres dependen del consumo de bienes prescindibles por parte de quienes están en condiciones de comprarlos.
Un espectro se cierne sobre el mundo desarrollado. En esta ocasión no se trata del comunismo sino de la austeridad virtuosa. En Estados Unidos y Europa elites influyentes, apoyadas por la opinión mayoritaria, han declarado la guerra contra la codicia de los financistas y los directivos de grandes empresas como General Motors que a su juicio está en la raíz del desastre actual. Además de obligarlos a conformarse con ingresos decididamente más modestos que los conseguidos últimamente, quieren forzarlos a reorganizar drásticamente sus negocios para que reflejen el nuevo clima moral. Pero no sólo se proponen escarmentar a los presuntos responsables de dinamitar la economía mundial. También sueñan con un capitalismo reformado, curado de los vicios que tanto han contribuido a desprestigiarlo a ojos de casi todos salvo un puñado de magnates, o sea, de un sistema que si bien seguiría siendo liberal, se basaría en los valores que, les encanta creer, eran universalmente respetados en un pasado no muy lejano.
El nuevo consenso ya está incidiendo en la conducta de muchas personas en el Primer Mundo. La caída abrupta del consumo en Estados Unidos y Europa se debe menos a que la gente haya visto reducirse sus ingresos que a la sensación de que es necesario que todos, incluyendo a quienes no se enfrentan con dificultades económicas, comiencen a adaptarse a circunstancias más estrechas. Hasta apenas medio año atrás, el consumo conspicuo era bien visto; conforme a los encargados de estimularlo, comprar cosas determinadas era una forma de identificarse, de diferenciarse de la masa, de hacer gala de la individualidad única de cada persona. Aquel credo ingenuo ya parece anticuado. Al agravarse la crisis económica, está diseminándose otro según el cual la mejor manera de destacarse consiste en mostrarse inmune a las tentaciones meramente materiales. Puede que sólo se trate de una moda pasajera, pero también es posible que estemos ante un cambio cultural que modifique radicalmente sociedades enteras.
De ser así, la recesión que están experimentando casi todos los países ricos se prolongará por mucho tiempo. Aun cuando no se transformara en una depresión, tendría secuelas nada felices para los millones que se quedarían sin trabajo y para los jubilados que dependen de fondos de pensión golpeados por la caída bursátil. De éstos, muchos ya se han resignado a vivir de mensualidades mucho más magras de lo previsto.
En los países pobres, el impacto será aún más violento. Los exportadores de petróleo, minerales y productos agrícolas se han visto privados de una proporción sustancial de los ingresos que sus respectivos gobiernos creyeron asegurados, mientras que los exportadores de bienes industriales y servicios, encabezados por China y la India, han visto achicarse su clientela. Como si esto ya no fuera suficiente, docenas de países pobres tienen que afrontar una fuga de capitales que según un vocero del FMI "puede representar la mitad del PBI". En las zonas menos estables del mundo, esta combinación nefasta de males resultará devastadora.
Todo economista sabe que a veces una virtud privada puede ser un vicio colectivo. A entender de los moralistas, la "sociedad de consumo" es un engendro miserable porque privilegia los instintos más bajos del hombre. Para parafrasear a Oscar Wilde, está hecha a la medida de quienes conocen el precio de todo y el valor de nada. Pero por desgracia es la única capaz de generar riqueza en cantidades suficientes como para satisfacer las necesidades básicas de todos sus propios habitantes y un número creciente de quienes viven en países paupérrimos. Es por eso que los gobiernos del Primer Mundo rezan para que el consumo se recupere lo antes posible y, en un esfuerzo por estimularlo, están inyectando cantidades apenas concebibles de dinero en el sistema bancario. Hasta ahora, tales aportes no han surtido efecto; de triunfar la tesis de los partidarios de un estilo de vida más austero, y en teoría por lo menos mucho más digno, el mundo entero enfrentará un futuro de pobreza y, en algunos países, de caos brutal.